2013 ha sido un año de muy buenas películas pero en el que ninguna ha destacado por encima del resto, lo que es bueno, pues quiere decir que el cine sigue tan vivo y ardiente como siempre. Las listas de lo mejor del año son siempre muy subjetivas, y esta no va a serlo menos, pero también son una buena guía para recopilar lo mejor que hemos podido ver en las carteleras a lo largo del año. Aprovechamos nuestra colaboración con Mone Monkey (en la que en el número de enero publicaremos un artículo con todo lo mejor del año, sin limitarnos a un top cinco) para acompañar nuestra breve lista de comentarios crítico-análiticos sobre los films seleccionados.
1. La herida (Fernando Franco, 2013).
Crítica de Adrián Tomás Samit
He
salido con miedo del cine después de ver La herida (2013), de Fernando
Franco. No sé hasta que punto se ha confundido la barrera que separa la
empatía que he sentido con el personaje de Ana, y la identificación con
ella. Probablemente, si no hubiera sabido de antemano que Ana, la protagonista,
una joven de 28 años con una rutinaria pero satisfactoria vida, padece de
Trastorno límite de la personalidad (o conducta Borderline), no me habría
preocupado tanto. Pero, al saberlo, y verme reflejado en bastantes de sus
conductas, no paro de pensar si tengo la misma enfermedad, si estoy
empezando a padecer algunos síntomas o, simplemente, que la película me ha
llegado profundamente y el resto sean manías hipocondríacas.
Si
no hubiese leído la sinopsis, Ana me habría parecido una chica normal, al menos
como yo, y simplemente habría encontrado en ella una persona a la que acompañar
durante un tiempo en su vida y compartir sus emociones. Pues, Fernando Franco y
Enric Rufas (coguionista) no evidencian en ningún momento que Ana padezca
conducta Borderline, se limitan a seguirla en diferentes momentos donde su
trastorno de la personalidad es más afectado que menos. Un ejercicio de rigor
hacia la puesta en escena de dicha enfermedad, que se ve acompañado por una
honesta apuesta formal mediante el trabajo con el plano-secuencia, sin cortes
en la mayoría del largometraje. Esta elección nos recuerda a la de otras
películas cuyo acercamiento al retrato femenino atormentado por un profundo
malestar, como son dos referentes claros de la película de Franco: No
tengas miedo (Montxo Armendariz, 2011), de la que el director de La
herida fue el montador, y Rosetta (Jean-Pierre y Luc Dardenne,
1999). Aunque también me han venido a la memoria, en un primer visionado,
durante algunos pasajes del film, otras dos películas que generan asociaciones
con el film de Franco: Elisa K (Judith Colle, y Jordi Cadena, 2010) y La
mujer sin piano (Javier Rebollo, 2009). Lo dejaré en mención, pero sería
interesante un análisis de cine comparativo entre estas películas y las que me
dejo en el tintero. Todas ellas tienen en común la integridad con la que buscan
retratar a sus protagonistas, lo que las llevan a apostar por un estilo de realización
radical y llevado al extremo, sin concesiones para el espectador, acercándole
lo máximo posible a la experiencia de éstas mujeres mediante una selección
formal muy pensada y cuidada con detalle, donde cada decisión tiene un porque y
nada está filmado “al tun-tun” o buscando una corrección académica fría y
estéril. Solo por esto, La herida ya merece el reconocimiento que se le
está dando, los premios de San Sebastián: el premio especial del jurado y el de
mejor actriz para Marian Álvarez. Y todos los que su protagonista está
cosechando de festival en festival.
Porque
la actuación de Marian Álvarez es indescriptible. Como se ha dicho en todos los
comentarios, “sin ella no habría película”. Y es verdad. Su magnética
interpretación te atrapa, cada vez que sale del plano (pocas veces) se hecha a
faltar su ausencia. En ocasiones la cámara, mediante rápidos paneos
esboza lo que está mirando o sucediendo a su alrededor, pero esto no haría
falta. El fuera de campo, tan presente en su rostro, hace que no haya necesidad
de ver más allá de Ana.
“Por
una cuestión de honestidad con el tema, la propuesta pretende ser radicalmente
rigurosa con el punto de vista de nuestro personaje protagonista y que padece
dicho trastorno: ni un solo instante del metraje dejamos de acompañarla en su
montaña rusa emocional, en el dolor de querer ser feliz y no poder, pero con el
coraje de no dejar de intentarlo” dice Fernando Franco.
La
puesta en escena y la actuación de Marian Álvarez hacen que La herida
logre esa fuerza y que nos parezca tan realista. Volvemos a aquello de que para
reflejar la realidad, en ocasiones es mejor elaborar una buena ficción. Y es
que este largometraje partía de un proyecto de documental que su realizador
estaba preparando. “La herida es una película de retrato psicológico basada
en un largo proceso de investigación”, nos explica su realizador, “la
película iba a ser un documental, pero vi que en las personas que padecen el
trastorno límite de la personalidad se agudizaba el trastorno al trabajar con
ellas, y por eso decidí trasplantarla a la ficción”.
Dicho
todo esto, y calificando personalmente a La herida como una de las
mejores películas recientes del cine español, hay que reconocer que nos es una
obra para todos los públicos. Es una película muy contenida, muy cerrada, para
un tipo de público muy concreto: aquellos que se identifican plenamente con su
protagonista y aquellos que entienden el cine como un medio de expresión, de
denuncia o, en este caso, de ayuda personal. La herida te ayuda a
conocerte a ti mismo si consigues entrar en el mecanismo del film. Sin caer en boyerismos
descalificativos que no le hacen ningún bien a nadie, La herida
puede no gustar, al igual que puede gustar, por razones personales, pero no
puede negarse su valor cinematográfico. Y es que a la película no le sobra ni
una coma dentro del discurso y la forma en la que pretende situarse. La
película acepta lo que es y trabaja sobre ello, y ahí convence, pues se
articula dentro de su modelo de representación rayando la perfección. Quizás,
solo un pero, el final del film. (spoiler) Ana decide comprarse un coche. En el
crescendo emocional que vamos viviendo, y como se suceden los actos que
podrían llevarla a esa amenaza que sobrevuela todo el metraje, el suicidio, la
compra del coche es un mal augurio que nos hace intuir como terminará la
historia de Ana. Sin decirlo explícitamente, pero se percibe que no va a
suceder nada bueno. Quizás no tendría que haberse quedado ese pesar del corte
directo que cierra abruptamente el film.
Para
concluir, solo un apunte. Es normal que las críticas, en un espacio tan acotado
para guiar al espectador sin escribir un índice de un trabajo de investigación,
se están centrado en el personaje de Marian Álvarez y la puesta en escena del
film. Esto es porque constituye su núcleo y lo mejor de la película. Pero, más
adelante, con análisis más detallados y extensos, veremos que La herida
es más profunda. El personaje de la madre de Ana, la relación con su padre, con
su novio, con su compañero de trabajo, y con el trabajo mismo, los enfermos a
los que ayuda a trasladar, la sincera conversación de chat con un desconocido,
etc. Hay muchas pequeñas subtramas ocultas, esbozadas, pero que tienen
un gran peso tanto para configurar al personaje de Ana y su evolución dramática
en el film, como individualmente y las lecturas que aporta unido al tema del
trastorno límite de la personalidad.
Una película
compleja, que le pide complicidad al espectador, pero que no le decepciona. Una
película necesaria en un panorama donde las películas de bajo presupuesto están
apareciendo a mansalva, y las películas interesantes están superando a las
buenas películas (que además de interesantes, son buenas). Una película que
merecería estar en más salas de cine (las pocas que van quedando) y que el
público se acerque a verla.
2. The Master (Paul Thomas Anderson, 2012).
Crítica de Adrián Tomás Samit
Un
mar revuelto por el oleaje que un navío provoca a su paso, salpicado por la
inquietante y desgarradora música de Jonny Greenwood. Así da comienzo The
Master, la última película de Paul Thomas Anderson. Esta imagen se
producirá en dos ocasiones más, cuando su protagonista, Freddie Quell, tenga
sendos viajes (iniciáticos) en su vida: su inclusión como miembro de La Causa,
una nueva religión creada por el Lancaster Dodd, “escritor, doctor,
físico nuclear, filosofo, pero, por encima de todo, un hombre”; y cuando
decide alejarse de esta. El mar como metáfora del turbio y cambiante estado
mental que sufre Freddie causado por los traumas de la Segunda Guerra Mundial,
el alcohol y su obsesión sexual; la turbiedad de las aguas como el avance hacia
una causa personal y egocentrista, que esconde la falta de rumbo o dirección en
el discurso de Lancaster Dodd. Freddie podría ser un claro objeto de estudio freudiano
o un referente de las predicaciones de Foucault, quien en su libro Enfermedad
mental y personalidad (1961) nos habla de dos condicionantes: las
dimensiones psicológicas de la enfermedad (que surgen del mismo
individuo: evolución, historia individual y existencia) y las condiciones
de la enfermedad (que se basan en el individuo y su entorno). Como dice
Foucault: “La enfermedad sería marginal por naturaleza, y relativa a una
cultura en la sola medida en que es una conducta que no se integra a ella”.
Como Lancaster Dodd le confiesa a Freddie cuando ambos son encerrados en
prisión y su discípulo destroza la habitación en un ataque de ira condicionado
por el miedo al aprisionamiento: “Yo soy la única persona a la que le caes
bien. La única”. Queriendo decir con ello, que es el único que le acepta
con su desequilibrio mental, el único que quiere ayudarle. Todo entronca
también con la exclusión de la sociedad y reclusión en un centro de aislamiento
que los enfermos mentales padecen en culturas avanzadas que quieren ocultar al
ser imperfecto: el enfermo al hospital, el loco al asilo, el asocial a la
prisión… todos con cabida en la guerra, que no hará más que agravar su
enfermedad. Todas estas cuestiones están tratadas en The Master con una
maestría tal, válgase la redundancia, en la que todo sobrevuela el
ambiente, mediante una narración de un aparente clasicismo en su puesta en
escena pero que en su estructura resulta ser tanto o más innovadora que la
propuesta ejercida por Terrence Malick en El árbol de la vida (2011).
Una trama sencilla guía el relato y crea una lógica interna de la evolución
dramática del film para que el espectador no se pierda: Freddie Quell, sin
rumbo en la vida conoce a Lancaster Dodd y le acompaña en el surgimiento y auge
de su nueva religión. Teniendo esta base, Anderson llena la película con
secuencias que no siguen una lógica causal, es decir, una secuencia no sigue a
la otra por lo sucedido en la anterior, sino que son como momentos de vida en
la evolución de La Causa y la relación de ambos personajes. Algo ya practicado
por el cineasta en la primera parte de su anterior largometraje, Pozos de
ambición (2007), ahora más trabajado y depurado si cabe.
Bajo esta serie
de secuencias, unidas con solvencia y cohesionadas por esa trama base que hace
que el espectador no se sienta perdido ni necesite de una voz over que lo hile
todo, se encuentra un magma que nos habla de temas tan trascendentales,
arquetipos, como la construcción del yo, la yuxtaposición de contrarios que
necesitan un equilibrio para no destruirse, la marginalidad, los frenos al
progreso o el temor que de este tienen las mentes más conservadores o
escépticas, etc. temáticas universales que Anderson plasma en el devenir de la
construcción de la sociedad norteamericana y que lo convierte en uno de sus
cronistas más importantes (los orígenes del capitalismo en Pozos de ambición,
el paso de la ilusión al desencanto entre los setenta y ochenta en Boogie
Nights (1997), el auge de la mediatización, la explotación televisiva y el
temor al rechazo en durante la década de los noventa en Magnolia (1999),
los traumas y miedos de una nación que se intenta hacer camino en la década de
los cincuenta en The Master). Pero, más interesante es como sus
películas logran ser paradigmas de su tiempo, aunque estén ambientadas en otra
época, y en The Master resuenan los ecos de esta sociedad en crisis,
creando una doble lectura entre lo que vemos (el soldado que regresa
traumatizado de una guerra, el maestro al que todos acuden para buscar una
mejora en su pesarosa vida, éste que se piensa salvador pero que no es más que
un buen orador sin soluciones para afrontar problemas reales y que todo lo
ancla al pasado mientras gesta un discurso para el futuro) y lo que pensamos
(la crisis, el regreso de las tropas de Irak, la cienciología y la religión en
general, la necesidad de creer en algo, la marginación del diferente, la
alienación). Todo, y esto es lo que engrandece a The Master y a
Anderson, construido de forma subyacente, bajo una poética desgarradora que nos
habla de multitud de temas y reflexiona ante problemáticas de completa
actualidad mostrando al mismo tiempo un auge y remitiendo a su consecuencia,
con una capacidad hermenéutica que pocos realizadores de hoy día logran
conseguir, o se arriesgan a intentar. Y es que la maestría es para quien decide
dar un paso más allá y distanciarse de cánones y estructuras preestablecidas
que más que unas pautas a seguir se han convertido en una ley que impera en
cualquier producción hollywoodiense de hoy en día. Por ello es necesario un
cineasta como Anderson, que le da al espectador la posibilidad de pensar, de
estar activo, de cuestionarse lo que ve y lo que entiende, al mismo tiempo, y
esto es lo complicado, de atrapar con una historia atractiva y bien llevada a
cabo, llena de imágenes imborrables, secuencias magníficamente construidas,
diálogos a los que no le sobra una palabra interpretados con una engañosa
sencillez y sobriedad por Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman y Amy Adams.
Sin lugar a dudas, una de las películas más complejas, intensas y arriesgadas
que veremos este año que acaba de comenzar.
3. Los chicos del puerto (Alberto Morais,
2013). Crítica de Adrián Tomás Samit
Últimamente,
viendo el panorama en el que se mueve el audiovisual en España: los límites de
las subvenciones, el cierre de Canal 9 y el cuestionamiento de otras
televisiones autonómicas, las películas que acaparan la cartelera, nuestros
films que viajan a festivales del mundo entero… estaba reflexionando hacia qué
cine debería recaer el (poco) dinero que reparte el Estado, y que, por lo
tanto, pagamos los contribuyentes. Viendo Los chicos
del puerto de Alberto Morais me ha quedado más clara una de las
opciones de un dinero bien invertido.
Está
claro que la película de Morais no va a situarse número uno en taquilla. Sus
limitadas copias en salas muy concretas, los juegos de Ender y Thors
de turno, y el limitado horizonte de expectativas de un espectador medio que
prefiere invertir el precio de una entrada en un encadenamiento de efectos
especiales que en un objeto que motiva al cambio, harán de Los chicos del
puerto una pequeña película de culto reflejo no solo del cine, sino de la
sociedad española contemporánea. Las películas, aunque no se vean, hay que
hacerlas. Al menos cuando se trata de una película como ésta.
Los
chicos del puerto, quizás no ahora, pero dentro de unos años será una
película importante, un film de referencia. Pues no ha habido ninguna película
española que de manera tan directa y “distante” al mismo tiempo (huyendo de
sensacionalismos) muestre una realidad tan a la vista pero que se nos quiere
ocultar con bombas de humo en los informativos. Una canción de El columpio
asesino, Cenizas, me resuena cada vez que veo los ojos de Miguel: “y
tu mirada, vieja y cansada, lo dice todo, no dice nada, algo murió, algo murió,
algo murió…”. ¿Qué mira Miguel en su recorrido por Valencia, desde el
barrio de Nazaret hasta el Campanar?
Ve
las cenizas de una capital que quiso seguir la estela de Barcelona, pero no
pudo. Ve una Valencia marginal, periférica, desierta, pobre… con los edificios
a medio construir. Una Valencia donde las calles por la noche, teñidas del
amarillo de unas farolas que necesitan un recambio y encuadradas de manera
geométricamente siniestra parecen ser la extensión de un cuadro de Giorgio de
Chirico, entre el surrealismo y la metafísica que persigue a estos chicos del
puerto.
Lo
único que vemos de la nueva Valencia es la monstruosidad de la Ciudad de las
Artes y las Ciencias. En un plano revelador, el edificio más grande de la Ciudad
consume a los jóvenes, que anonadados se quedan contemplando el lugar, de la
misma manera que se hizo en el momento de su apertura. Y esa mirada de asombro
se ha convertido en esa mirada de desencanto y tristeza que nos ofrece Omar
Krim interpretando a Miguel.
Otro
pensamiento que me resonaba cada vez que veía que el divagar de estos chavales
se hacía más largo, y les llevaba a tener que dormir en la calle para alcanzar
su destino al día siguiente, era esa típica frase que se ha convertido en
parodia: “¿Es que nadie piensa en los niños?”. Esta coletilla que ya ha
aparecido hasta en Los Simpson parece que ya nadie se la toma en serio.
La película de Morais nos hace recordar que ésta es la pregunta más importante
que tendríamos que hacernos.
Hace
un par de días vi De niños (De nens, Joaquím Jordà, 2003), un
documental que reflexiona y relaciona un caso de pederastia con las
modificaciones a las que Barcelona sometió al Raval en su plan de urbanismo.
Más allá de ciertas correlaciones entre como abordar la temática urbana en
ambos films, quería centrarme en el momento en el que en el juicio, a un padre
se le hecha en cara que no sepa cuando su hijo está o no está en casa. El padre
lo reconoce, así tal cual. Los padres de Miguel tampoco saben, o les importa
más bien poco, lo que su hijo hace o deja de hacer, o si va o viene. Un apunte
más de que la película de Morais, una ficción cuya estrecha relación con la
realidad, es un reflejo de su tiempo, un film necesario.
Miguel
es el reflejo, o el hermano pobre de Antonie Doinel, y parece también haber
recibido más de cuatrocientos golpes. Miguel espera, jugando a la pelota
en un muro que hacía de cine del barrio, a Lola y su hermano mientras estos
están en clase. La educación de Guillermo corre a cargo de su hermana más que
del colegio o de su madre ausente. La educación como elemento principal para el
devenir de los niños, para que no les haga divagar sin rumbo.
Sin
ser costumbrista, Los chicos del puerto es una película muy nuestra, que
nos refleja muy bien. Todos los adultos que aparecen son amables pero más secos
que la mojama. Unos les indican direcciones, otros hacen la vista gorda, alguno
incluso les da dinero, pero ninguno lo hace de muy buena gana. Otros, incluso,
los miran por encima del hombro como si les hicieran un favor al recomendarles
que cojan el autobús en lugar de ir a pie, sin pararse a pensar que el caminar
viene de la falta de dinero para el transporte público (también caro). Así, en
el viaje de estos tres amigos vemos una ciudad bipolar donde la pobreza del
barrio de Nazaret choca con la megalómana aparente modernidad de la Ciudad
de las Artes y la gente que la rodea. La diferencia de clases tan
acentuada, otro eje crítico por el que nos estamos moviendo.
¿Y
que resuena bajo todas estas imágenes que nos dicen tanto con tan poco? La
memoria mal conservada de una guerra que todavía no se ha superado (y si, está
frase seguro que parece reciente, porque vuelve a estar en evidencia este
hecho). El objetivo de Miguel es llevar la guerrera militar republicana de un
amigo de su abuelo (con Alzheimer) al cementerio donde lo han enterrado. Este
hecho, sumado a esa mirada a nuestra situación actual que ofrece el film, evoca
a todo un pasado. Lo dicho, esa guerra no superada, una transición mal hecha y
un sistema político-económico que hace aguas (palabras que leí no hace mucho,
no recuerdo dónde, pero con las que todos podemos estar de acuerdo). Entonces,
hay que mirar al pasado para comprender porque la aventura de estos chicos no
podrá llegar a ser la misma que la de Willy Fog dando la vuelta al mundo, como
Miguel mira en la televisión mientras Guillermo repasa la tabla de multiplicar.
Y
desde la base, desde la educación, desde esa cultura que nos están queriendo
cercenar, es desde donde se comienza a construir una sociedad en la que tres
niños no tengan que cruzar a pie una ciudad, dormir en la calle y pedir limosna
para comer.
Por
eso la película de Morais es un hito importante en nuestra filmografía, porque
ha sabido activar el dispositivo fílmico acorde a un discurso político, sin
hacer Lunes al sol o Barrios. Mostrar una realidad con un
discurso propio sin hacer ese falso cine burgués que quiere filmar problemas
sociales de la misma manera que Disney nos habla de Un chihuahua en Beverly
Hills.
Alberto Morais,
y todo el equipo que hay detrás de Los chicos del puerto, han sabido
acercarse a la realidad, desde la ficción, de manera comprometida y coherente.
Muestra con sencillez, dialoga lo justo y deja que sea la película quien hable.
Lo importante no es ganar premios, sino que se vea, y mientras esperamos a que
más salas decidan apostar por un cine que abre los ojos, el resto del mundo
está tomando nota, pues Los chicos del puerto ha viajado de Moscú a
Sevilla, pasando por Toronto, Tirana, Rabat , Grecia y Londres, y el barco no
se debe detener.
4. En otro país (Hong Sang-soo, 2012).
Crítica de Lorena Palacios
Empieza
la proyección. Unos títulos de crédito en boli bic son la síntesis perfecta que
resumen In another country (Da-reum Na-ra-a-suh) del director
coreano Hong Sang-soo. Es la joya que nos brinda esta semana el Espai d’art
contemporani de Castelló, a pocos días de que finalice la programación de la
temporada de verano. La película no es otra cosa que un guión que se va
escribiendo a la vez que nos es mostrado. El argumento parece simple. Todo
comienza cuando una mujer y su hija deciden huir de las deudas trasladándose a
Mohang, un pequeño y tranquilo pueblo al lado de la costa. Es entonces cuando
la joven decide escribir un guión para abstraerse de los problemas que la
acompañan. A partir de ese momento se convierte en la narradora encargada de
dar forma a las tres historias que conforman este film ¿O debería decir una?
Pues todo parece repetirse y girar sobre un mismo punto de anclaje: la soledad.
La soledad contada desde la visión de tres extranjeras que llegan al pueblo por
diferentes motivos pero con una búsqueda común, la búsqueda de una respuesta.
Las tres están interpretadas por la misma actriz, la francesa Isabelle Huppert,
aunque con diferente vestuario y actitud. El resto de personajes tampoco varían
a lo largo de la cinta, sin embargo si lo hace su rol en la misma.
Cada
una de ellas es protagonista de tres historias diferentes que parecen girar
sobre un argumento común (mismos diálogos, mismos personajes, mismas
situaciones) pero que se adaptan a sus propias circunstancias. La primera es
una directora de cine que llega al pueblo invitada por uno de los vecinos,
compañero de profesión. La segunda es una mujer casada que se reúne con su
amante, un reconocido director de cine coreano casado también. La tercera es
una mujer recién divorciada que viaja junto con una amiga de allí. Las tres
tienen un trasfondo común. Son mujeres adultas, acomodadas económicamente, sin
embargo parecen no tener a nadie más que a sí mismas, la soledad las acompaña,
y aunque no lo sepan con certeza las tres comienzan la búsqueda de algo, un
sentido, una llama, la respuesta a una pregunta que no saben como plantear.
Cada una adapta el mismo argumento a sus propias circunstancias, la interacción
de los personajes se repiten, los diálogos parecen iguales, incluso las
respuestas, pero con un tono diferente. Esa diferencia tan sutil hace que el
argumento cambie casi al completo. Recuerda a aquellos juegos en los que, según
la respuesta que eligieses, el camino te conducía hacia un final muy diferente.
En un tono que puede resultar hasta cómico plasma la sutileza de la propia
vida, como las pequeñas diferencias pueden cambiar completamente tu historia.
Narrado desde
un modo casi infantil, destaca el uso del zoom in repentino para
enfatizar ciertas escenas, planos generales con encuadres fuera de lo común, y
mucho juego con el fuera de campo. Es maravilloso el contraste que genera entre
la simplicidad de como nos es contado y la complejidad que surge de la relación
entre los personajes tan sólo cambiando la actitud de uno de ellos, en este
caso de la extranjera Anne, hecho que acrecenta aún más esta diferencia. Una
película para disfrutar y que sin duda no te dejará diferente.
5. Spring Breakers (Harmony Korine, 2013)
y La gran belleza (Paolo Sorrentino,
2013). Críticas de Adrián Tomás Samit
Spring Breakers (incluye Anna
Karenina de James Wright):
Lo
canta Mishima: “No existeix l’amor feliç”. Anna Karenina se terminará
lanzando a las vías de un tren que le ha estado persiguiendo durante toda la
película. Las chicas de Spring Breakers ya no creen en el amor, para ellas solo
existe un mantra: “Spring Break, Spring Break Forever”. Al igual que
para definir la pasión que mueve a Anna Karenina, en el filme se escucha la
sentencia de que “el amor romántico será el último engaño del viejo orden”.
Si el amor romántico ha desaparecido, si los decimonónicos bailes de salón de
la Rusia imperial han mutado en los exacerbados contoneos en las playas de
Florida, si el amor feliz no existe… ¿Qué nos queda? La pulsión entre
bambalinas y fuegos de artificio.
Joe
Wright plantea su adaptación de la novela de Tolstoi como una reflexión (otra
más) en torno a la representación. El título del film se inscribe sobe los
telones de un escenario teatral. Este lugar será como el agujero negro que
engulle toda la materia que a él se acerca. Todo en Anna Karerina gira en torno
a la teatralidad de la puesta en escena y las representaciones. Wright es
sincero y desde un primer momento y de manera evidente para el espectador, lo
posiciona ante un esperpento teatral donde el ejercicio de estilo es más
importante que el contenido. La primera media hora del filme es vigorosa e
hipnótica ante los continuos movimientos de cámara acompasados por la música y
en perfecta armonía con una elaborada, casi magistral, puesta en escena y
puesta en cuadro. El virtuosismo del realizar termina tornándose un tanto
banal, vacuo y pretencioso. Pero, al mismo tiempo, digno de admiración, pues en
los tiempos que corren donde, o priman los cortes a raudales o los largos y
estáticos planos fijos, hacer coreografías tan arriesgadas tiene su mérito.
Pero este asombro desaparece cuando el filme entra en el meollo de la cuestión,
pierde el ritmo y termina aborreciendo un tanto al espectador. Si lo que sucede
en el escenario teatral o en los grandes salones de baile deslumbra y engaña a
la vista, volviéndose un puro ejercicio de apariencias; en sintonía con los
personajes que frecuentan tales lugares. Cuando el drama se recoge detrás del
escenario, en la tramoya, o en las cámaras de residencia, la puesta en escena
pierde el tino y las actuaciones, perfectamente en concordancia con la parte
más teatral del film, aquí se vuelven burlescas y fallidas. Wright ha querido
reflexionar más allá de la pura representación cinematográfica e histórica.
También ha querido moldear una sociedad basada en apariencias y ejercicios de
estilo, como ya hiciera Tolstoi en la novela. Pero el filme se divide en dos
bandas, la que acepta el juego y se construye a la perfección con este sentido,
y la que busca el drama potencial, la reflexión última en torno al verdadero
amor, lo que a priori hace mover el relato canónico, y es ahí cuando todo se
precipita. Irregular, como casi todo film de tal envergadura que tiene un pie
en la autoría y otro en la industria que quiere asegurarse de que el público
vaya a ver la “obra de toda la vida” sin salir decepcionado porque no se
respetó tal o cual cosa. Una film maniqueo, que no termina de funcionar y queda
en terreno de nadie, pero con momentos de brillantez, ocultos por las sombras y
las bambalinas que guardan a los amantes de Teruel, como se diría aquí.
Harmony
Korine nos dice lo mismo, pero desde otro extremo. El film consigue situar al
espectador en un chute de onanismo mental, atractivo y repulsivo, que engancha
al mismo tiempo que le saca del juego. El film es un bucle constante donde el
tiempo presente se diluye entre imágenes que no se sabe si son del presente,
del pasado, del sueño o del deseo. Ese mantra que Alien, el mafioso traficante
que las lleva a su reino de maldad, no deja de repetir a lo largo del filme: “Spring
Break, Spring Break Forever” y la sucesión de imágenes que hemos visto
anteriormente, y en más de una ocasión, nos llevan al terreno de lo onírico.
Todo lo que vemos son flashes impregnados de luces de neón y una banda sonora
que nos sumerge en unas imágenes que muestran a una juventud descocada, sin
preocupaciones y sin ilusiones, imbuida por los tiempos de desencanto donde el
futuro solo tiene buenos ojos si te dejas llevar por las pulsiones y por el
mal. Unas imágenes que quitan la confianza en el futuro de la humanidad, al
mismo tiempo que nos advierten de que todo podría terminar así. Un reverso
tenebroso del último Terrence Malick. Korine hábilmente nos mete en su juego,
al mismo tiempo que nos hace consciente de que todo pasa por la representación,
al igual que Wright, no solo la del cine, sino también la que las personas
realizan en las diferentes situaciones a las que se enfrentan. Y esto es un
tema vital hoy en día, donde las redes sociales han dinamitado el concepto de
personalidad, donde el individuo ya no puede ocultar que es una persona
diferente en cada ámbito que concurre. Las chicas de Spring Breakers llamarán a
sus madres para decirles que todo va bien, que no beben, que no se drogan, que
solo van a la playa y montan por ahí con scooter. Al colgar se subirán al coche
con un mafioso traficante para cometer delitos con el único fin de sentirse
vivas. El traficante no parará de decirles que las quiere, ellas le seguirán el
juego, pero llegarán a hacer que les chupe el silenciador de una pistola
cargada como si fuera un miembro viril. Las chicas, las nuevas generaciones en
general, son de armas tomar, no son de fiar. Y la old school de “white
trash” que creía en el amor romántico en base a demostrar la cantidad de
bienes materiales que se posee: la exhibición de calzoncillos y de armas de
Alien, ya no sirve de nada en el mundo digital, el mundo de usar y tirar y de
reciclaje de las imágenes. Un ejercicio de estilo que a diferencia de Wright,
acepta sus normas y decide llevarlas hasta sus últimas consecuencias, sin poner
un pie en cada lado, aunque a priori lo parezca con la selección de las
actrices Disney, pero que sabe en todo momento a que quiere jugar.
Al fin y al
cabo, dos películas en consonancia, que se retroalimentan y que, cada una desde
un punto de vista diferente, logran ejercer una mirada sobre la perdida de
ideales y de ilusiones en una sociedad donde las apariencias se han hecho
evidentes y ya nadie puede ocultar nada. Y donde los, y las, jóvenes, en estos
dos casos, van un paso por delante. Y puede acabar bien: la relación entre
Kitty y Levin en Anna Karerina. Ella le rechazó esperando conquistar a Vronsky,
y cuando éste renegó de ella aceptó a Levin, cuya cultura campestre y el
aceptar la vida sencilla basada en el amor, parece hacerle feliz. O puede acabar
mal: la relación entre Alien y sus chicas. Estas le han utilizado para llegar a
la cima del poder. En una masacre final solo quedaran ellas, que se han pasado
al lado del mal (si es que todavía existe una línea divisoria entre bien y mal,
si es que aún no impera la ley del más fuerte) y para las que la vida tiene que
ser vivida al límite y sin apego por el pasado ni por nadie. Estamos en un
punto de no retorno donde los polos opuestos son tan contrarios que no queda
otra que esperar y ver como avanzan los acontecimientos. Es el momento de
volver a Carretera asfaltada en dos direcciones (Monte Hellman, 1971).
La gran belleza:
“Roma
morta”… se puede leer incrustado en unas piedras al comienzo de la última
película de Paolo Sorrentino, La gran belleza (La grande bellezza). El film que
triunfó hace una semana en los premios de la academia del cine europeo
llevándose mejor película, director, actor y montaje, es el regreso a tierra
santa de Sorrentino después de su particular París, Texas (Wim Wenders, 1984) que
fue This Must Be The Place (2011). Y ha sido un decadente regreso por todo lo
alto.
Antes
que nada hay que poner en evidencia y criticar a aquellos simplistas críticos
que se quedan en la superficie y tachan a Sorrentino de pretencioso emulador de
Fellini. Es verdad que La gran belleza contiene todos los ingredientes
fellinianos de La dolce vita (1960), 8 ½ (1963), Roma (1972), Satyricon (1969)
e Intervista (1995), por centrarlos en aquellas que se hacen más patentes. Pero
es algo inevitable para un cineasta que trabaja desde la posmodernidad y el
formalismo como es Sorrentino.
Y,
si bien Fellini sobrevuela el film, Sorrentino se lo lleva a su terreno,
haciendo que la sombra del gran cineasta de la modernidad sea un reflejo en el
que mirarse para ver “lo triste que me siento mirando hacia atrás, viendo que
no hay nada. […] Sentirnos tan a gusto, que no ha cambiado nada”, como canta La
buena vida. El joven y atractivo periodista interpretado por Mastroianni en La
dolce Vita es aquí un sexagenario seductor enbotoxizado llamado Jep Gambardella
(Toni Servillo), que vive del único libro que ha escrito y se refugia en una
importante revista entrevistando a celebridades.
Si
en la película de Fellini las fiestas estaban repletas de jazz y juventud, en
la de Sorrentino son remixes como “La colita” lo que suena, y los invitados son
aquellos jóvenes fellinianos ahora entrados en años. Sorrentino habla de una
Roma decadente donde ya no sucede nada, porque aquellos que tienen el dinero,
el poder y podrían haber cambiado las cosas, ahora son de una clase acomodada
que se desmadrada en fiestas nocturnas y vagabundea a la luz del sol de camino
a casa.
Lo
ideales socialistas se han perdido en pos del dinero, como la exmilitante que
se jacta de lo dura que es su vida y a la que Jep pone en evidencia diciéndole
las cosas tal como son y en lo que se ha convertido. La iglesia solo es una
caricatura y un lugar en el que la hipocresía reina, como el cardenal al que
solo le interesa aquello que le beneficia, que finge escuchar para, al momento,
salir corriendo en busca de un suculento manjar. A él también le pondrá Jep en
su lugar. Y así a todos los personajes que pasan frente a él, y frente a
nosotros. Una hilera satírica de seres estereotipados que forman una jet set
caduca y estéril. Para aquellos jóvenes de los sesenta y setenta no ha cambiado
nada y los días se rigen por el tiempo que hay entre una fiesta y una boda, un
funeral y una bacanal.
Es
reveladora (y sarcástica) la declaración que le hace un vecino a Jep. Nuestro
protagonista llega a casa y se encuentra a la policía en el balcón de arriba.
Junto a ella está su desconocido compañero de finca, que resulta ser “uno de
los personajes más buscados del mundo, y yo sin enterarme”, como le confiesa
después a otro personaje. Jep le pregunta: “¿Qué has hecho?”. Y el arrestado le
contesta: “levantar el país, hacer que el país avance, no como vosotros que
solo celebráis fiestas y dejáis pasar el tiempo. Yo trabajo para que vosotros
podáis vivir así. Aunque la gente todavía no lo entienda” (las citas pueden no
ser del todo exactas, pues estoy trayéndolas de la memoria).
Más
tarde, la casa de Jep frente al Coliseo se verá asediada por flamencos que han
venido a recibir a una monja que aspira a santa y ha decidido pasar la noche en
casa de nuestro protagonista. Como esta situación, el film esta cargado de
momentos simbólicos que nos pueden llegar a sobrepasar. Además del perverso
montaje que constantemente juega a generar, prever, destruir y manipular
expectativas. Y de la falta de una historia, en una ciudad donde ya no suceden
historia, solo hechos. Todo ello puede provocar una saturación en el espectador
y, como suele suceder con Sorrentino, un no saber exactamente que hemos visto o
que nos han querido contar después de cerrarse el telón. Su formalismo, su gran
capacidad para atraparnos con la mirada y dejarnos llevar por las imágenes tan
potentes que es capaz de crear hacen que el contenido del film quede opaco y
haga falta volver a ver varias veces la película. Pero como es tan atractiva y
fluida, y cada plano esconde un secreto tan profundo, verla cuantas veces sea
necesario es un goce. Y encontrar películas actuales que demanden más de un
visionado es algo complicado.
Ver
hoy La gran belleza da la sensación de que es un film atemporal, por lo dicho,
porque nos habla de que no ha cambiado nada. Lo interesante, también, será
verla en un futuro dentro de otro contexto menos (o todavía más) decadente. Y
así descubrir si de verdad esa gran belleza que fue Roma (y toda la cultura que
se propagó hasta nuestras tierras. Lo que quiere decir que hablar de Roma es
hablar de toda la cultura occidental) ya no existe y vivimos en un mundo de
sombras, mentiras, trucos e hipocresía.