Fernando Usón Forniés
El rojo y el negro
Sin
duda, la sensibilidad en un entorno que se percibe hosco, más si es exacerbada,
causa una herida. Ella misma es la
herida. Por ello, Ray siempre mostró a lo largo de su filmografía
preferencia por el color rojo, como supuración de esas almas en carne viva; el
rojo de la sangre, tantas veces, como en la camiseta manchada de Jim, de manera
literal. Y en pugna con él, el negro de la infinitud y de la nada. Rojo y negro
conforman, pues, la paleta fundamental del cineasta, tonalidades básicas que ya
se anuncian en los mismos títulos de crédito de Rebelde sin causa, con esas letras de un rojo incandescente sobre
ese cielo de un negro profundo, y cuyos empastes y brochazos alcanzan la cima de
su obra precisamente en - otra vez - este film, en gran parte merced al extraordinario
concurso lumínico del prodigioso Ernest Haller. [1]
Ya
hemos hablado antes del negro del planetario y del caserón, de los cielos
opacos y del precipicio ominoso. El rojo también es color de los lugares
infinitos, como muestra la explosión final del universo simulada en el
planetario, pero preferiblemente se asocia a las personas, diminutas y
angustiadas en el cosmos. El trío protagonista, los tres adolescentes
desorientados, se aúna por sus prendas rojas: el abrigo que luce Judy durante
la escena en la comisaría de menores, la cazadora de cuero de Jim, uno de los
calcetines de Platón (sólo uno: el otro, joven despistado, es azul). Los dos
primeros van desprendiéndose poco a poco de la tonalidad viva: Judy cambia
pronto de vestido, si bien lleva un pañuelo bermellón en las escenas del
planetario y de la chicken-run, y en
todo el bloque final un polo rosa, mientras que Jim se despoja de su cazadora para
prestársela a Platón. Casi como si se relevaran, como si el rojo, pasando de
uno al siguiente, fuera el testigo de la herida insoportable.
Significativamente, este trasiego finaliza en el joven solitario, el cual,
sintiéndose abandonado por todos, acaba engullido por el ominoso color: su
propio calcetín, la cazadora de Jim; pero también su habitación agobiante, por
saturada de rosa, o el planetario donde al final se refugia, que pasa de la
negritud cósmica a una luz infernal, por ígnea; planetario rodeado de rojo, por
las luces piloto de los coches de policía a la llegada de Platón, por el foco
que lo ilumina a su salida y que provocará, fatídico, la última rebelión.
Ray
esboza la evolución de la herida afectiva de los tres adolescentes en cuatro
momentos sobresalientes donde el scope
deviene fundamental. Comienza ésa con el mismo film, en plena comisaría, donde
los tres se perciben, se miran y se calibran, aunque aparezcan casi siempre
ocupando distintos espacios y muchas
veces en el mismo cuadro, separados por tabiques, cristales y mallas, como
si estuvieran enjaulados (Fotograma 5). Prosigue el camino en ese momento
extraordinario, uno de los más justamente célebres de la carrera de Ray
(desdoblado, según su método, en planos y contraplanos), en que, tras la muerte
de Buzz (Corey Allen) despeñado por el acantilado en plena chicken-run, las manos de Jim y de Judy se buscan sobrecogidas
hasta entrelazarse en un contacto menos físico que emocional, mientras Platón, como
tomando parte en él por delegación, está presente al fondo del encuadre (Fotograma
6). La fugaz realización de los afectos anhelados tendrá lugar en la tercera
escala, en la bella escena del caserón abandonado, donde los amigos conforman
una especie de familia en concordia, en sustitución de las suyas desavenidas.
Así lo confirma no sólo la placidez del momento, o que unos se apoyen en otros cariñosamente
compartiendo el mismo espacio, en tajante contraposición a los atenazadores
planos de la comisaría, sino también la gama cromática, basada en armónicos
rojos y azules: los calcetines de Platón y su jersey azul marino; la cazadora y
los vaqueros de Jim; en tonos pastel, el jersey y falda de Judy (Fotograma 7).
Un momento de quietud y paz que condensa todo el cariño que los tres necesitan
dar y recibir en esa tierna mirada que Judy y Jim dirigen a los calcetines de
diferente color de Platón dormido, Platón el despistado. El trayecto finaliza
líricamente, cuando la anterior mirada a los calcetines del muchacho solitario
encuentra su eco en ese plano magistral en que las únicas tres personas que lo
querían le rinden homenaje, ya muerto: Jim le sube la cremallera de la
cazadora, Judy le pone el zapato caído, su niñera (Marietta Canty) llora
desconsolada. Cazadora roja, zapato sobre el calcetín rojo: la herida, en
Platón, siempre abierta.
Fotograma 5 Fotograma 6

Jim Stark,
ese joven tan propenso a atraer los problemas (por mero despiste, pisa el
sacrosanto símbolo del instituto en su primer día de clase y casi se mete en
los lavabos de chicas), también tiene, claro está, su herida sangrante. Su
pugna con el mundo no es, como la de Platón, por clamar contra una soledad
real, sino que se asocia con un proceso de maduración física y emocional que encubre,
en el fondo, un debate entre lo masculino y lo femenino, no tanto en sentido
sexual como social: qué roles debe asumir y qué sentimientos debe mostrar cada
sexo. Por ello, en primera instancia, Rebelde
sin causa puede aparentar un carácter incluso retrógrado, pues, mirada con
poca atención, parecería postular un retorno a los roles tradicionales, so riesgo
de deprimir a los pobrecitos vástagos contrariados.
Para
empezar, lo que ofrece y exige el entorno resulta aberrante para una persona
sensible como Jim: los jóvenes de la pandilla son pendencieros; las muchachas,
simplemente coquetas; y por supuesto, ni a ellos ni a ellas se les pasa por las
cabecitas, bien rebutidas en sus provincianos corsés, buscar un contacto espiritual real con sus
colegas. Esta polaridad de roles y esta cortedad de miras viene enunciada
magistralmente por ese par de encuadres, a la salida del planetario, donde a
Jim, perdido en plano general junto a Platón, se le ofrecen las dos
alternativas (Fotogramas 8 y 9): la navaja - lo puntiagudo - lo masculino (la
empuña Buzz), y el espejo - lo redondo - lo femenino (lo sujeta Judy). En
resumidas cuentas: o peleas, o te arreglas; o eres macho, o eres marica.
Evidentemente, la elección para Jim ha de ser, y será, la primera, pues le
aterroriza ser considerado afeminado (palabra que, suponemos que por cuestiones
de censura, el film no llega a enunciar y que se sustituye por la de “chicken”
/ “gallina”, ésta sí, profusamente emitida); entre otras cosas, porque no lo
es, como bien demuestra que las piernas de Judy sean lo que realmente le prenda
la atención, dato ofrecido por ese plano (falsamente) subjetivo de Jim donde
las esbeltas pantorrillas de la joven se apostan, incitantes, sobre la rueda
del coche (Fotograma 10). Nueva referencia a lo circular, por tanto, asociado
otra vez a lo femenino; de la misma forma que, al poco, se aunará lo redondo
con lo puntiagudo, cuando el amoscado Buzz pinche esa misma rueda con su
navaja, en señal de desafío a Jim. Y precisamente, que Jim no pueda ocultar su
atracción por Judy será el detonante de la pelea subsiguiente con las navajas,
confrontación de obvias interpretaciones freudianas.
Fotograma 8 Fotograma 9
Sin
embargo, la conciencia de Jim es más compleja y, pese a que el sentido del
honor pasa para él por demostrar que se es muy macho, no le importa trabar
amistad con Platón, tan sensible y femenino que para los demás es directamente
insignificante. Lo que aquí se trasluce claramente es que, si bien Jim desea
integrarse en cierta normalidad social, su espíritu busca trascenderla y aspira
a ese contacto real con las personas, que los otros, con su máscara de cinismo
adolescente, ni siquiera aparentan tener en cuenta como nimia posibilidad. Por
ello, porque ellos sí lo intentan, Jim, Judy y Platón resultan tan
enternecedores (y ciertamente, en Buzz se adivina parecida inquietud: no en
vano, él también luce, inesperadamente por oculto, un incandescente escarlata en
el forro de la cazadora).
El
mundo que se presenta ante Jim, también ante Judy, parece entonces asociar la
violencia con lo masculino y la pasividad con lo femenino, dejando para el
limbo la sensibilidad y los sentimientos. Lo peor es que eso no sucede
solamente en la calle; también en el hogar. De hecho, los tres héroes tienen en
común su aguda frustración por la carencia de contacto físico con sus padres, su anhelo de esas caricias que apenas se
atreven a prodigarse entre sí en la mansión abandonada. El caso de Platón es
evidente: sus progenitores están realmente ausentes de su vida y sólo asoman en
ella en forma de cheques, pues han delegado sus funciones en una especie de
criada y niñera, todo a la vez. Los casos de Judy y Jim, con sus padres, huraño
y apocado respectivamente, son, en apariencia, menos flagrantes, pero, en el
fondo, igualmente insatisfactorios para su acuciante afectividad.
Empezando
por Judy, su padre (William Hopper), en contradicción con el apelativo familiar
con que la trata (“glamour puss” / ¡”conejito guapo”!), se muestra reacio a
todo tipo de carantoñas, a las que reacciona airadamente: Judy cuenta en la
comisaría que le ha llegado a quitar violentamente el carmín de los labios, y
Ray nos llega a mostrar una intempestiva bofetada como respuesta a un inocente
beso. Elocuentemente, el director prima en el encuadre que recoge el saludo
entre padre e hija y precede el beso una variación de los objetos de carácter
masculino (lo puntiagudo) y femenino (lo redondo) que ya habían aparecido en la
inmediatamente anterior secuencia de la pelea, objetos que ahora se despliegan en
pleno conflicto: una bandeja cuelga en la pared y dos espadas se enfrentan
sobre ella (Fotogramas 11 y 12). El hecho de que ocupen un ostentoso primer
término, a la izquierda del encuadre, parece prorrogar el clima de tensión
sexual de la escena precedente; sólo que, ahora, soterrada y domesticada: si
las navajas herían, las espadas decoran. Y como quiera que Judy ya ni piensa en
la pelea entre Jim y Buzz, para ella lo más natural del mundo, el nuevo combate
apunta hacia otro lado, indicado por la repetición de los mismos objetos,
espadas y bandeja, tras padre e hija, en el plano que finalmente recoge el beso
de Judy, al que el hombre reacciona con puritanismo exacerbado. Se sugiere así,
con elegancia, que la irritabilidad del hombre podría ser el escudo de una reprimida
atracción incestuosa. Y mientras padre e hija batallan, la madre (Rochelle Hudson)
mira y calla. En este ambiente donde los sentimientos abiertos y sinceros se evitan
como un mal contagioso (y quizás sean, de hecho, una enfermedad), un plano
especialmente elocuente resume la situación: cuando Judy vuelve a casa a las
tantas, sobrecogida por el nefasto desarrollo de la chicken-run, sólo su hermanito, que sale de su dormitorio en
pijama, le muestra cariño, pero el hosco padre le manda ir a dormir; a su vez,
Judy va a su cuarto y cierra la puerta, y el padre hace otro tanto con la del
matrimonio. El pasillo de la casa queda, entonces, reducido a tres puertas
cerradas, tras las que los miembros de la familia se aíslan unos de otros.[2]
Fotograma 11 Fotograma 12
La
situación de Jim es menos perentoria, pero no deja de ser peliaguda, pues en su
familia los roles sexuales se han invertido: la autoridad la ostenta la madre y
el padre se somete (encarnados respectivamente por Ann Doran y Jim Backus, a
buen seguro los mayores aciertos del reparto). Una de las paradojas de la sociedad
que Jim contempla es que los hombres esencialmente positivos que desfilan ante
él están feminizados. Por un lado, el padre, Frank, siempre aparece en bata o
en delantal, cuando no fregando los platos o arrodillado recogiendo - y se debe
reconocer que aquí Ray cargó demasiado las tintas: no hacía falta que el mandil
fuera tan horrible -. Por otro, su primera amistad en la ciudad, Platón, es un
joven enfermizo, que duerme en sábanas de raso y encajes ¡rosados!, y que es
claramente homosexual: en su cabina del instituto guarda una foto de Alan Ladd;
como las féminas, también se acicala y se atusa el pelo; y no por nada, su
fijación por Jim tiene mucho de exigencia amorosa, y su forma de acariciar la
cazadora regalada por el ídolo, mucho de amor, valga la redundancia, platónico.[3] Platón, en su indefensión,
es casi contemplado por Jim como el hermano menor al que proteger, pero sus
fluidas relaciones se sostienen sobre una afinidad subterránea, pues también el
chico de los calcetines de distinto color padece la escisión entre lo masculino
y lo femenino: llorar como una mujer no le impide disparar como un hombre. La
contraposición entre ambos jóvenes se encuentra en la meta: lo que Jim, pese a
todo, conseguirá, la conciliación entre ambas mitades, a Platón se lo impedirán
las nefastas circunstancias. No por nada, mientras el trayecto fílmico de Jim
acabará en un elocuente amanecer, el último comentario sobre la andadura vital
de Platón es desolador: su niñera negra llora desconsolada, recortada sobre un
cielo impenetrablemente negro.
Pero
centrémonos de nuevo en el héroe principal. Si la relación de Jim con su
progenitor resulta problemática, es porque el hombre está lejos de ser la
figura paterna con la que necesita identificarse. Y aún existe el obstáculo
casi insalvable de una madre metomentodo e hipocondríaca, Carol. En efecto, Ray
hace hincapié en la cualidad de intrusa de la madre en tantos momentos en los
que se inmiscuye en las confidencias “de hombre a hombre” entre padre e hijo, o
al reservar el primer término del encuadre para ellos, mientras la madre
aparece más al fondo. Así sucede en la escena inicial en comisaría, cuando los
Stark, en comité y, aunque desunidos, al unísono, acuden a buscar a su díscolo
chico. El plano de su aparición (Fotograma 13) es sumamente elocuente, porque, por primera vez en el film, Ray violenta
ostentosamente la planificación al
hacer uso de un pronunciado contrapicado, dejando bien a las claras que lo que
desestabiliza a Jim ha de buscarse en él. ¿Y qué nos muestra el cuadro? Una
especie de cartografía familiar: Jim y Frank ocupan el primer término; Carol,
el segundo; y todavía hay un tercero que muestra a la abuela materna (Virginia
Brissac), la cual simplemente ha parecido colarse, cuando nadie la llamaba, en
ese momento tan delicado. Tanto es así, que ya en el interior del despacho del
comisario, Ray utiliza un contrapicado similar con análoga disposición de los
personajes (Fotograma 14). Se sugiere con la reiterada distribución, tanto más
cuanto que la abuela seguirá asomando la cabecita en la parte baja del cuadro, como
una intrusa, durante la subsiguiente escena del desayuno, una influencia,
aunque a la sombra, persistente, y a buen seguro poderosa, de la abuela en las
relaciones familiares de los Stark, dando a entender que la estructura que los
guía es un elemental y rancio matriarcado donde la abuela, bajo ningún
concepto, quiere renunciar a su condición de “reina madre”: ella le prepara a
Jim su pastel de manzana (es impagable el gesto de fastidio de Carol) y, tan
sabihonda, le recuerda impertérrita a su hija que el nieto ya es mayorcito para
llevarse al instituto sandwiches de
manteca de cacahuete (“What did I tell you?” / “¿Qué te decía yo?”). De ahí que,
cuando el desesperado Jim abandone el amargo hogar tras la muy posterior discusión
nocturna con sus progenitores, le propine una buena patada al cuadro de la
abuela: aunque ella ya hace rato que físicamente ha desaparecido del film, en
espíritu sigue prolongando el incordio de su presencia.
Fotograma 13
Fotograma 14
Que
el arrogante predominio del elemento femenino en la vida del adolescente lo
irrita y lo perturba, se ilustra contundentemente en la escena pivote de la
película, la de la discusión nocturna con los padres; y ello con una elegancia cinematográfica fuera
de lo común, al hacer que, una y otra vez, la madre invada planos donde a priori ella no debía estar. Una
secuencia, por cierto, entre las mejores jamás rodadas por Nick Ray, que resume
con singular potencia su método de tomas muy largas, a veces mantenidas sin
corte, y otras interrumpidas por contraplanos, aquí con pertinencia singular. Es
tanta la densidad de este fragmento, tanta su inventiva y la necesidad de sus
elecciones formales - que destilan toda la sabiduría escénica de Ray, lo que no
les impide alcanzar una gran pureza cinematográfica -, tanta su importancia en
el film - está situado aproximadamente en la mitad del mismo y es crucial para justificar
la rebelión final del joven héroe -, que resulta imperativo comentarlo con cierto
detenimiento.
Pasado
un inicio donde Jim, recién llegado a casa tras la nocturna chicken-run, bebe leche y se tumba en el
sofá buscando el sosiego, la desestabilización de la situación no se hace
esperar. Comienza con un plano, uno de los más famosos de toda la carrera del
director, donde la madre, debido a la posición invertida de la cámara y con la
justificación de que Jim se ha repantingado en el sofá con la cabeza colgando,
aparece en la escalera boca abajo, para acto seguido apresurarse, tan solícita
como cansina, a consolar a su vástago. Pues bien, en cuanto el padre, que ha
estado esperando al joven viendo la televisión y se ha quedado dormido, abre
los ojos, Jim deja de atender a la mujer y se dirige al hombre (Fotograma 15.1);
es más, se levanta y se acerca hasta Frank (Fotograma 15.2) para hablar exclusivamente con él (“I have to talk
to somebody, Dad” / “Tengo que hablar con alguien, papá”). El padre se incorpora
a su vez y Jim se sienta en las escaleras; pero Carol no se resigna a
permanecer al margen e intenta recuperar la voz cantante, yendo a ocupar un
lugar literalmente central,
interponiéndose entre padre e hijo (Fotograma 15.3). Todo ello, desde que Jim
se levanta del sofá, dado en una única y prodigiosa toma, con las pertinentes
correcciones de cámara efectuadas por la grúa.
Fotograma 15.1 Fotograma 15.2
Fotograma 15.3
La
secuencia no acaba aquí, y Ray nos reserva, como mínimo, otro plano
excepcional, dado también en única toma: intentando evitar que su madre le
corte el campo de visión, Jim, en plano medio reservado para él solo, se
levanta de nuevo, y pasa de mirar a la izquierda de cuadro, a la madre entrometida,
a mirar a la derecha, otra vez hacia el
padre. De nuevo, Carol no se conforma con un papel secundario y penetra por
la derecha de plano (Fotograma 16.1), en un intento desesperado por recibir las
confidencias de su hijo, ese hijo que “casi le costó la vida al parirlo” (“I
almost died giving birth to him”). Jim, tras dirigirle una esquiva mirada de
evidente disgusto, vuelve a enfocarse hacia Frank y vuelve a evitar a Carol,
esta vez retrocediendo, al subir un escalón (Fotograma 16.2). La planificación
se violenta casi imperceptiblemente, pues la cámara adquiere un ángulo
contrapicado; la madre queda así en la parte baja del cuadro, tan intrusa como
lo era la abuela en aquéllos donde aparecía. Por fin, el pasivo Frank entra en plano
para acoger las dudas de Jim, y su entrada va acompañada por una leve
corrección de cámara a derecha, que, lógicamente, pues Jim no desea confesarse
a ella, deja arrinconada a la madre en una insignificante esquina de la imagen
(Fotograma 16.3). Carol, ya lo sabemos, no es mujer que se rinda fácilmente, y
avanza un paso para ocupar un lugar más central, para inmiscuirse en las confidencias entre padre e hijo (Fotograma
16.4). Todavía más, y en ese mismo plano: Jim, importunado, acaba retrocediendo
hasta el rincón de la ventana, y Carol aprovecha la situación para subir ella
también, colocándose tras él, mientras, en cambio, el simplón de Frank dilapida
su anterior ventaja física y se queda en la parte baja del salón, y de cuadro, mal colocado tras la
baranda que lo separa de los otros, casi como puro espectador pasivo ante la
enérgica exhibición de voluntades de madre e hijo (Fotograma 16.5), vagamente
como ante una representación teatral (los cortinajes de la ventana, cual telón;
el rellano, cual tarima). A la desesperada, intentando establecer una
comunicación que Carol cortocircuita una vez tras otra, Jim se encara a Frank
tapando con el cuerpo a Carol, pero de nuevo el contacto deseado con el padre resulta
imposible.
Fotograma 16.1 Fotograma 16.2
Fotograma 16.3 Fotograma 16.4
Fotograma 16.5 Fotograma 17
A
estas alturas, la conversación ya se ha transformado en discusión. Ante las
insatisfactorias reacciones de sus progenitores, Jim decide obrar por su cuenta
e ir a entregarse a la policía, lo que desata el pánico de la literalmente desequilibrada
y desequilibrante madre (“Don’t volunteer!” / “¡No te entregues!”). En efecto,
si la mujer reconoce necesitar píldoras para dormir, lo cierto es que se las
pinta sola para que la planificación se enrarezca: ya hemos comentado los
acusados contrapicados en comisaría, así como el plano boca abajo que la
introduce en la secuencia que estamos tratando. Pues bien, al interponerse
Carol en el camino de Jim hacia la planta de arriba, la cámara, en un novedoso
tiro, diríamos que se ve forzada, a inclinarse, y el encuadre se tuerce (Fotograma
17). No sólo eso, la situación y postura de la enervante mujer son, sin duda,
prepotentes: le corta la subida a Jim unos escalones por encima de él, le invade
el espacio con ese brazo apoyado en la barandilla que adelanta hacia el joven. Y
por supuesto, decide ella sola que lo mejor es mudarse, quizás su histérica
forma de tener a Jim siempre en su regazo, de poseerlo. Entretanto, el padre se
ha acercado a la zona de litigio y ha ocupado el lugar que quedaba vistosamente
vacío a la derecha del Fotograma 17, pero, sumiso, se limita a sentarse en el
rellano, en la parte más baja del espacio
escénico (el final de la escalera); es más, paulatinamente, al tiempo que
la discusión va forzándole a tomar posición, ira apocándose, encogiéndose, en
una serie de planos y contraplanos (Fotogramas 18 y 19), hasta quedar recluido
también a la zona baja del espacio
cinematográfico (el encuadre). La crispación acaba por estallar
definitivamente, y un desesperado Jim, impotente ante la tenaz madre, acaba por
agredir al padre, por su pasividad, por su silencio (“Dad, stand up for me” /
“Papá, defiéndeme”), en una trifulca que no es más que un desesperado sucedáneo
de ese contacto, ese abrazo con él, anhelado y siempre frustrado.
Fotograma 18 Fotograma 19
Y
con todo, tras tan alta tensión y tanto desacuerdo, lo que Jim no ve, al
escapar de casa, es la mirada preocupada que intercambian sus padres; como no
asistirá tampoco a sus desvelos ante su ausencia, en mitad de la noche,
idénticos en intensidad, tal y como muestra ese extraordinario plano donde
Carol y Frank, al oír golpes en el portal de la casa (la pandilla está colgando
un gallo a la entrada), intercambian los lugares en el umbral del baño y frente
el espejo. Son dos momentos de sintonía del matrimonio que, significativamente,
Jim no presencia.
Así
las cosas, la diligencia del buen Frank es tomada por Jim por servilismo; su
apocamiento, por cobardía. Y quizá no sólo por él: el gallo (“chicken”) de
cresta encarnada que la pandilla cuelga en casa de los Stark, aunque reservado
para el hijo, más bien parece una pulla al trémulo padre. Los conceptos que Jim
necesita adquirir para demostrar su hombría, el honor y el valor, son las
carencias del padre: ¿cómo puede ser digno un hombre que se agacha a recoger
los restos de la bandeja caída, sigilosamente, para que su mujer no se entere?;
¿cómo, valeroso, un hombre que tiembla al ver colgado un gallito en el portal
de su casa?, ¿que no se atreve ni a enfrentarse a su esposa, ni a mostrar un
mínimo desacuerdo con ella? Esto justifica el comportamiento de Jim, pero
podría hacer sospechar al espectador que en
Rebelde sin causa Ray proponía ciertos conceptos bastante machistas de la
existencia. Sin embargo, ello no es así. Todo lo anterior, el apocamiento del
padre unido a sus femeninos atuendos, la tiranía de la madre indisoluble de sus
enérgicos ademanes, es rigurosamente cierto…, pero sus connotaciones negativas
sólo cobran valor en la percepción de Jim. Al fin y al cabo, no deja de
resultar irónico que si Carol madre agobia a Jim, a Carol hija la abuela le
resulte igualmente cargante, como bien muestran sus gestos contrariados ante
las afirmaciones de la abuela sabelotodo en la escena del desayuno; y aún más,
que en un momento del film se deje adivinar que, en el fondo, el problema real de
la familia es que Carol y Jim, caracteres fuertes, se parecen demasiado: “You
know who he takes after” / “Ya sabes a quién se parece”, le suelta en comisaría
la abuela a la sufrida Carol, con evidente retranca. ¿Habrá sido la mujer
también una hija problemática y desesperada?
Aun
con todo, la absoluta parcialidad de los juicios que el espectador ha podido
hacerse a lo largo del metraje se comprende mejor si se considera que los
planos subjetivos más llamativos del film se le reservan a Jim en muy significativos
momentos y comportan una notable distorsión en la mirada. El primero aparece ya
en la escena inaugural y básica de la comisaría, ese plano en que Jim
contempla, a través de la mirilla, mostrados en evidente iris, a su padre, su
madre (cómo no, discutiendo) y a la abuela (claro está, metiendo baza). Pero
esta imagen tan temprana es un plano
subjetivo, lo que sugiere, por tanto, que vamos a contemplar la vida
familiar a través de la torturada mirada del adolescente, en trance de madurar.
En esto mismo incide el célebre instante de la madre bajando la escalera, el
más desestabilizador de todo el film - es que ni la fuerza de la gravedad
parece existir -, que es un plano, de nuevo, subjetivo de Jim: la presencia
ominosa, vampírica, de la madre, colgada hacia abajo como un murciélago, vuelve
a ser una percepción exclusiva del joven.
La
duda sembrada por estos dos selectos momentos vendrá resuelta, ya al final del
film, por uno de esos planos que, por su concepción, obligan a reconsiderar
toda una película; uno de los planos, además, más conciliadores que ha dado el
cine. Tras la catarsis provocada por la trágica muerte de Platón, Jim por fin
consigue lo que tanto deseaba: que el padre salga en su defensa, que el
contacto emocional se haga físico, que lo
abrace. Ray y Haller subrayan bellamente el momento al duplicar el abrazo
con la sombra de los dos hombres unidos (Fotograma 20). Pero, es más, Carol, la
metomentodo, esta vez permanece al margen y contempla emocionada la reconciliación
entre padre e hijo. Aguarda, respetuosa, sin inmiscuirse, en plano aparte (Fotograma
21), asumiendo definitivamente el papel secundario que debe tomar en este
momento de la vida de Jim. Así, no será hasta que su retoño la llame (“Mom” /
“Mamá”) que avance, acompañada en travelling
por la cámara, y comparta plano con su marido (Fotograma 22), formando, por primera vez ante Jim, la imagen de
un matrimonio bien avenido, sin dominios ni sumisiones, donde ninguno prevalece
en el plano sobre el otro. En un necesario contraplano, la joven pareja recién
instituida por Jim y Judy (Fotograma 23) se presenta, o mejor, se reconcilia,
con el veterano matrimonio de los Stark en
igualdad de condiciones (es decir, con el mismo ángulo, sin encuadres
torcidos)…, aunque hay una importante diferencia de matiz: la escala cambia
ligeramente, y a favor de pareja madura, la cual se registra en primer plano
frente al plano medio corto de los jóvenes; un detalle que señala claramente su
superior implicación emotiva en el momento (refrendada por el emocionado gesto
de los dos actores), además de revelar una mayor empatía de la cámara con los
adultos, hasta ahora casi impensable en el film.
Fotograma 22 Fotograma 23
La
conclusión, lo que la confrontación entre ambos planos (Fotogramas 22 y 23)
ofrece, es evidente: los adolescentes han alcanzado la madurez, o cuando menos,
el equilibrio; y Jim ha empezado a aceptar que lo femenino y lo masculino no
son esencias antagónicas y que pueden coexistir en armonía. Pero no sólo eso,
todavía queda ese plano definitivo al que hacíamos referencia, reservado para
el matrimonio, y de idéntica escala y tiro que el anterior Fotograma 22, a buen
seguro perteneciente a la misma toma. En él, el ademán de la madre de ir a
comentar algo, la mirada del padre invitándola a callar, se resuelven en la
conciliadora sonrisa que ambos se dedican mientras se ponen en marcha abrazados
(Fotograma 24). Sencillamente, esta sonrisa cómplice nos descubre que, en
realidad, las percepciones de Jim, que tan ciegamente habíamos asumido hasta
ahora, eran erróneas, que resulta que sus padres estaban mejor avenidos de lo
que parecía, y que la madre también estaba dispuesta a transigir y aceptar las
sugerencias del padre. Jim, lo que nosotros comprendemos con ese intercambio de
miradas dulce y elocuente, ya está en camino, de la mano de Judy, de
comprenderlo él mismo: que, al fin y al cabo, ellos también, Carol y Frank, son personas. No hay mejor prueba de
madurez.
Fotograma 24
[1] El rojo había surgido con ímpetu en la obra de Ray con Johnny Guitar, aunque su uso, por más
llamativo que fuera, no sobrepasaba cierta convención. Como signo de una herida
existencial, volvería a aparecer en sus otras dos mejores películas: Chicago, años 30 y, sobre todo, en Más poderoso que la vida, donde su
cualidad lacerante se confundiría con la de una violencia consustancial que
acecha por salir a flote.
[2] El plano quizás pierde parte de su fuerza por el apresuramiento del
montador: de nuevo, los polémicos montajes de las películas de Ray. Cuando
resulta que toda la escena transcurre en una única toma, con una mínima
interrupción (procedimiento habitual en el director) de un plano medio de los
padres, habría sido más potente, y a buen seguro fuera ésta la intención
original del cineasta, mantener apenas un segundo las tres puertas cerradas a
cal y canto, en vez de, como se hizo finalmente, cortar a la habitación de
Judy, en movimiento y más convencionalmente, antes de que la tercera puerta acabara
de cerrarse.
[3] Las sugerencias homosexuales no eran extrañas a la obra de Ray; y no
nos referimos a la rivalidad entre Emma y Vienna en Johnny Guitar, que algunos han
interpretado de este modo abusivamente, pues el film nada define en este
sentido ni en el contrario. Pensamos en las relaciones, llamativamente íntimas,
entre Laurel (Gloria Grahame) y su masajista en En un lugar solitario; e incluso en la atracción experimentada por
Rico Angelo (Lee J. Cobb) hacia Farrell (Robert Taylor) en Chicago, años 30, pues la condescendencia del primero hacia el
segundo y su deseo de desfigurar el rostro de Vicki, ¡con ácido!, bien
justifican la sospecha.