
Pero para analizar La strada hay que partir de donde viene
el cine italiano en esos momentos y qué estaba haciendo Fellini por aquel
entonces. En el año 1945 se inicia el movimiento neorrealista italiano con la
película Roma, ciudad abierta (Roma, cita aperta. Roberto Rossellini,
1945), donde Fellini participa como coguionista, aportándole los toques más cómicos,
como el sartenazo del padre Pietro. El Neorralismo actúa como “bisagra entre el clasicismo y la modernidad
cinematográficas. […] Sus características se explican por la coyuntura en que
es alumbrado: forzado por razones económicas, políticas, sociales, ideológicas”[1].
Es un movimiento que busca en la realidad, que quiere mostrar las situación de
posguerra en Italia, las condiciones de vida precarias y las dificultades de
salir adelante. La strada, como consideraba Bazin: “parte de una concepción del realismo que privilegia el carácter social
como punto de partida pero que a medida que avanza se propone descubrir la
ambigüedad del mundo”[2].
Y es que la strada parte de esta realidad y cumple con ciertos criterios
neorrealistas, pero ha pasado una década desde Roma, ciudad abierta y la bisagra que forma este movimiento está
apunto de cerrar (o abrir) la puerta a la modernidad de los nuevos cines
europeos. El neorrealismo se ha difuminado de tal manera que en esta época ya
no existe como tal y mostrar el mundo exterior ha derivado a intentar mostrar
el mundo interior de personajes influidos por la realidad. Uno de los pilares
de la película es buscar en el interior de los personajes de Zampano (Anthony
Quinn), “un hombre que no ha sabido mirar
más allá de lo material y que constantemente se mueve cerca de los abismos del
mal”; Gelsomina (Giuletta Masina; mujer de Fellini), cuya mirada “prefigura la inocencia y su debilidad pone
en crisis la ausencia de amor en el corazón del mundo”; e “Il Matto”
(Richard Basehart), “que actúa como
filósofo popular que explicita una determinada concepción del mundo”[3].
Dos de estos tres actores
que hemos mencionado, y este es un dato a tener en cuenta, no son italianos,
sino norteamericanos, y es que en esta
época y durante la próxima década se tendían puentes entre actores de Hollywood
y el cine italiano que había recobrado la vitalidad para ser rentable en el
caché del actor. En esta ocasión nos encontramos con una estrella como Anthony
Quinn, y en otras producciones se pueden ver a otros grandes conocidos del star system como Burt Lancaster en El gatopardo (Il Gatopardo, Luchino Visconti, 1963) o Clint Eastwood en los spaghetti western de Sergio Leone; pero
no debemos olvidar al gran actor italiano del momento Marcello Mastroianni,
protagonista de La dolce vita y 8 ½.

En su puesta en escena y
montaje la película no aporta nada nuevo y sigue un método de narración de
presentación, núcleo y desenlace bastante clásico, dejando que el espectador se
involucre en la historia y dando un fuerte cariz a las interpretaciones. Por
ello decíamos que está película actúa como una presentación de los intereses de
Fellini de cara al futuro, donde la trama y las tres partes del relato se
confunden unas con otras y en ocasiones carecen de nexos de unión o de sentido,
donde importará más el qué querer decir y el cómo decirlo y hacerle llegar un
sentimiento al espectador (algo más propio del cine experimental) que el cómo
hacer que el espectador no se pierda, y es que Fellini termina decantándose por
“hacer perderse” al espectador. Además de dejar esa strada natural por rodar en Cinecittà, donde recreará desde la Vía
Véneto hasta sus recuerdos de su pueblo natal Rimini.

En conclusión, en esta
película vemos a un Fellini interesado por el mundo del espectáculo, el circo
(como parodia/sátira/metáfora del espectáculo cinematográfico) y la iglesia
católica (en realidad, apenas un apunte en un par de escenas, pero con
importancia en la trama y que salpican a la concepción de la iglesia como “buen
samaritano” que ayuda a todo aquel que lo necesita, pero con reticencias) y el
mar (lugar de expiación, redención, revelación y purificación; que terminará
también por crear mares de plástico en los estudios, como en Amarcord o Casanova (1976) pero que todavía no está creciendo como cineasta y
se encuentra en su propia bisagra entre el neorrealismo y la modernidad, que
alcanzará con La dolce vita. Pero La strada, aunque no sea lo que hoy llamaríamos puro Fellini y sirva como un libro de anotaciones, seguirá siendo
recordada como una de sus mejores y más entrañables (y al mismo tiempo duras,
como los guiones coescritos en la etapa inicial del neorrealismo) películas.
Bibliografía
RUBIO,
Agustín. El Neorrealismo italiano. Modos de Representación del Cine
Contemporáneo.
QUINTANA,
Ángel. El libro de Federicllo Fellini. Colección Grandes Directores. Cahiers du
Cinéma Ediciones – EL PAÍS. París: 2007.
JAY
SCHNEIDER, Steven. 1001 películas que hay que ver antes de morir. Grijalbo,
Barcelona 2004.
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