viernes, 23 de octubre de 2015

Las cuitas del joven Jim. Sobre Nicholas Ray y Rebelde sin causa (2)


Fernando Usón Forniés

El rojo y el negro

Sin duda, la sensibilidad en un entorno que se percibe hosco, más si es exacerbada, causa una herida. Ella misma es la herida. Por ello, Ray siempre mostró a lo largo de su filmografía preferencia por el color rojo, como supuración de esas almas en carne viva; el rojo de la sangre, tantas veces, como en la camiseta manchada de Jim, de manera literal. Y en pugna con él, el negro de la infinitud y de la nada. Rojo y negro conforman, pues, la paleta fundamental del cineasta, tonalidades básicas que ya se anuncian en los mismos títulos de crédito de Rebelde sin causa, con esas letras de un rojo incandescente sobre ese cielo de un negro profundo, y cuyos empastes y brochazos alcanzan la cima de su obra precisamente en - otra vez - este film, en gran parte merced al extraordinario concurso lumínico del prodigioso Ernest Haller. [1]

Ya hemos hablado antes del negro del planetario y del caserón, de los cielos opacos y del precipicio ominoso. El rojo también es color de los lugares infinitos, como muestra la explosión final del universo simulada en el planetario, pero preferiblemente se asocia a las personas, diminutas y angustiadas en el cosmos. El trío protagonista, los tres adolescentes desorientados, se aúna por sus prendas rojas: el abrigo que luce Judy durante la escena en la comisaría de menores, la cazadora de cuero de Jim, uno de los calcetines de Platón (sólo uno: el otro, joven despistado, es azul). Los dos primeros van desprendiéndose poco a poco de la tonalidad viva: Judy cambia pronto de vestido, si bien lleva un pañuelo bermellón en las escenas del planetario y de la chicken-run, y en todo el bloque final un polo rosa, mientras que Jim se despoja de su cazadora para prestársela a Platón. Casi como si se relevaran, como si el rojo, pasando de uno al siguiente, fuera el testigo de la herida insoportable. Significativamente, este trasiego finaliza en el joven solitario, el cual, sintiéndose abandonado por todos, acaba engullido por el ominoso color: su propio calcetín, la cazadora de Jim; pero también su habitación agobiante, por saturada de rosa, o el planetario donde al final se refugia, que pasa de la negritud cósmica a una luz infernal, por ígnea; planetario rodeado de rojo, por las luces piloto de los coches de policía a la llegada de Platón, por el foco que lo ilumina a su salida y que provocará, fatídico, la última rebelión.


Ray esboza la evolución de la herida afectiva de los tres adolescentes en cuatro momentos sobresalientes donde el scope deviene fundamental. Comienza ésa con el mismo film, en plena comisaría, donde los tres se perciben, se miran y se calibran, aunque aparezcan casi siempre ocupando distintos espacios y muchas veces en el mismo cuadro, separados por tabiques, cristales y mallas, como si estuvieran enjaulados (Fotograma 5). Prosigue el camino en ese momento extraordinario, uno de los más justamente célebres de la carrera de Ray (desdoblado, según su método, en planos y contraplanos), en que, tras la muerte de Buzz (Corey Allen) despeñado por el acantilado en plena chicken-run, las manos de Jim y de Judy se buscan sobrecogidas hasta entrelazarse en un contacto menos físico que emocional, mientras Platón, como tomando parte en él por delegación, está presente al fondo del encuadre (Fotograma 6). La fugaz realización de los afectos anhelados tendrá lugar en la tercera escala, en la bella escena del caserón abandonado, donde los amigos conforman una especie de familia en concordia, en sustitución de las suyas desavenidas. Así lo confirma no sólo la placidez del momento, o que unos se apoyen en otros cariñosamente compartiendo el mismo espacio, en tajante contraposición a los atenazadores planos de la comisaría, sino también la gama cromática, basada en armónicos rojos y azules: los calcetines de Platón y su jersey azul marino; la cazadora y los vaqueros de Jim; en tonos pastel, el jersey y falda de Judy (Fotograma 7). Un momento de quietud y paz que condensa todo el cariño que los tres necesitan dar y recibir en esa tierna mirada que Judy y Jim dirigen a los calcetines de diferente color de Platón dormido, Platón el despistado. El trayecto finaliza líricamente, cuando la anterior mirada a los calcetines del muchacho solitario encuentra su eco en ese plano magistral en que las únicas tres personas que lo querían le rinden homenaje, ya muerto: Jim le sube la cremallera de la cazadora, Judy le pone el zapato caído, su niñera (Marietta Canty) llora desconsolada. Cazadora roja, zapato sobre el calcetín rojo: la herida, en Platón, siempre abierta.

Fotograma 5                      Fotograma 6

                
                                                    Fotograma 7

Jim Stark, ese joven tan propenso a atraer los problemas (por mero despiste, pisa el sacrosanto símbolo del instituto en su primer día de clase y casi se mete en los lavabos de chicas), también tiene, claro está, su herida sangrante. Su pugna con el mundo no es, como la de Platón, por clamar contra una soledad real, sino que se asocia con un proceso de maduración física y emocional que encubre, en el fondo, un debate entre lo masculino y lo femenino, no tanto en sentido sexual como social: qué roles debe asumir y qué sentimientos debe mostrar cada sexo. Por ello, en primera instancia, Rebelde sin causa puede aparentar un carácter incluso retrógrado, pues, mirada con poca atención, parecería postular un retorno a los roles tradicionales, so riesgo de deprimir a los pobrecitos vástagos contrariados.

Para empezar, lo que ofrece y exige el entorno resulta aberrante para una persona sensible como Jim: los jóvenes de la pandilla son pendencieros; las muchachas, simplemente coquetas; y por supuesto, ni a ellos ni a ellas se les pasa por las cabecitas, bien rebutidas en sus provincianos corsés, buscar un contacto espiritual real con sus colegas. Esta polaridad de roles y esta cortedad de miras viene enunciada magistralmente por ese par de encuadres, a la salida del planetario, donde a Jim, perdido en plano general junto a Platón, se le ofrecen las dos alternativas (Fotogramas 8 y 9): la navaja - lo puntiagudo - lo masculino (la empuña Buzz), y el espejo - lo redondo - lo femenino (lo sujeta Judy). En resumidas cuentas: o peleas, o te arreglas; o eres macho, o eres marica. Evidentemente, la elección para Jim ha de ser, y será, la primera, pues le aterroriza ser considerado afeminado (palabra que, suponemos que por cuestiones de censura, el film no llega a enunciar y que se sustituye por la de “chicken” / “gallina”, ésta sí, profusamente emitida); entre otras cosas, porque no lo es, como bien demuestra que las piernas de Judy sean lo que realmente le prenda la atención, dato ofrecido por ese plano (falsamente) subjetivo de Jim donde las esbeltas pantorrillas de la joven se apostan, incitantes, sobre la rueda del coche (Fotograma 10). Nueva referencia a lo circular, por tanto, asociado otra vez a lo femenino; de la misma forma que, al poco, se aunará lo redondo con lo puntiagudo, cuando el amoscado Buzz pinche esa misma rueda con su navaja, en señal de desafío a Jim. Y precisamente, que Jim no pueda ocultar su atracción por Judy será el detonante de la pelea subsiguiente con las navajas, confrontación de obvias interpretaciones freudianas.

                                      Fotograma 8                         Fotograma 9
  
                    Fotograma 10

Sin embargo, la conciencia de Jim es más compleja y, pese a que el sentido del honor pasa para él por demostrar que se es muy macho, no le importa trabar amistad con Platón, tan sensible y femenino que para los demás es directamente insignificante. Lo que aquí se trasluce claramente es que, si bien Jim desea integrarse en cierta normalidad social, su espíritu busca trascenderla y aspira a ese contacto real con las personas, que los otros, con su máscara de cinismo adolescente, ni siquiera aparentan tener en cuenta como nimia posibilidad. Por ello, porque ellos sí lo intentan, Jim, Judy y Platón resultan tan enternecedores (y ciertamente, en Buzz se adivina parecida inquietud: no en vano, él también luce, inesperadamente por oculto, un incandescente escarlata en el forro de la cazadora).

El mundo que se presenta ante Jim, también ante Judy, parece entonces asociar la violencia con lo masculino y la pasividad con lo femenino, dejando para el limbo la sensibilidad y los sentimientos. Lo peor es que eso no sucede solamente en la calle; también en el hogar. De hecho, los tres héroes tienen en común su aguda frustración por la carencia de contacto físico con sus padres, su anhelo de esas caricias que apenas se atreven a prodigarse entre sí en la mansión abandonada. El caso de Platón es evidente: sus progenitores están realmente ausentes de su vida y sólo asoman en ella en forma de cheques, pues han delegado sus funciones en una especie de criada y niñera, todo a la vez. Los casos de Judy y Jim, con sus padres, huraño y apocado respectivamente, son, en apariencia, menos flagrantes, pero, en el fondo, igualmente insatisfactorios para su acuciante afectividad.

Empezando por Judy, su padre (William Hopper), en contradicción con el apelativo familiar con que la trata (“glamour puss” / ¡”conejito guapo”!), se muestra reacio a todo tipo de carantoñas, a las que reacciona airadamente: Judy cuenta en la comisaría que le ha llegado a quitar violentamente el carmín de los labios, y Ray nos llega a mostrar una intempestiva bofetada como respuesta a un inocente beso. Elocuentemente, el director prima en el encuadre que recoge el saludo entre padre e hija y precede el beso una variación de los objetos de carácter masculino (lo puntiagudo) y femenino (lo redondo) que ya habían aparecido en la inmediatamente anterior secuencia de la pelea, objetos que ahora se despliegan en pleno conflicto: una bandeja cuelga en la pared y dos espadas se enfrentan sobre ella (Fotogramas 11 y 12). El hecho de que ocupen un ostentoso primer término, a la izquierda del encuadre, parece prorrogar el clima de tensión sexual de la escena precedente; sólo que, ahora, soterrada y domesticada: si las navajas herían, las espadas decoran. Y como quiera que Judy ya ni piensa en la pelea entre Jim y Buzz, para ella lo más natural del mundo, el nuevo combate apunta hacia otro lado, indicado por la repetición de los mismos objetos, espadas y bandeja, tras padre e hija, en el plano que finalmente recoge el beso de Judy, al que el hombre reacciona con puritanismo exacerbado. Se sugiere así, con elegancia, que la irritabilidad del hombre podría ser el escudo de una reprimida atracción incestuosa. Y mientras padre e hija batallan, la madre (Rochelle Hudson) mira y calla. En este ambiente donde los sentimientos abiertos y sinceros se evitan como un mal contagioso (y quizás sean, de hecho, una enfermedad), un plano especialmente elocuente resume la situación: cuando Judy vuelve a casa a las tantas, sobrecogida por el nefasto desarrollo de la chicken-run, sólo su hermanito, que sale de su dormitorio en pijama, le muestra cariño, pero el hosco padre le manda ir a dormir; a su vez, Judy va a su cuarto y cierra la puerta, y el padre hace otro tanto con la del matrimonio. El pasillo de la casa queda, entonces, reducido a tres puertas cerradas, tras las que los miembros de la familia se aíslan unos de otros.[2]

                               Fotograma 11                         Fotograma 12

La situación de Jim es menos perentoria, pero no deja de ser peliaguda, pues en su familia los roles sexuales se han invertido: la autoridad la ostenta la madre y el padre se somete (encarnados respectivamente por Ann Doran y Jim Backus, a buen seguro los mayores aciertos del reparto). Una de las paradojas de la sociedad que Jim contempla es que los hombres esencialmente positivos que desfilan ante él están feminizados. Por un lado, el padre, Frank, siempre aparece en bata o en delantal, cuando no fregando los platos o arrodillado recogiendo - y se debe reconocer que aquí Ray cargó demasiado las tintas: no hacía falta que el mandil fuera tan horrible -. Por otro, su primera amistad en la ciudad, Platón, es un joven enfermizo, que duerme en sábanas de raso y encajes ¡rosados!, y que es claramente homosexual: en su cabina del instituto guarda una foto de Alan Ladd; como las féminas, también se acicala y se atusa el pelo; y no por nada, su fijación por Jim tiene mucho de exigencia amorosa, y su forma de acariciar la cazadora regalada por el ídolo, mucho de amor, valga la redundancia, platónico.[3] Platón, en su indefensión, es casi contemplado por Jim como el hermano menor al que proteger, pero sus fluidas relaciones se sostienen sobre una afinidad subterránea, pues también el chico de los calcetines de distinto color padece la escisión entre lo masculino y lo femenino: llorar como una mujer no le impide disparar como un hombre. La contraposición entre ambos jóvenes se encuentra en la meta: lo que Jim, pese a todo, conseguirá, la conciliación entre ambas mitades, a Platón se lo impedirán las nefastas circunstancias. No por nada, mientras el trayecto fílmico de Jim acabará en un elocuente amanecer, el último comentario sobre la andadura vital de Platón es desolador: su niñera negra llora desconsolada, recortada sobre un cielo impenetrablemente negro.

Pero centrémonos de nuevo en el héroe principal. Si la relación de Jim con su progenitor resulta problemática, es porque el hombre está lejos de ser la figura paterna con la que necesita identificarse. Y aún existe el obstáculo casi insalvable de una madre metomentodo e hipocondríaca, Carol. En efecto, Ray hace hincapié en la cualidad de intrusa de la madre en tantos momentos en los que se inmiscuye en las confidencias “de hombre a hombre” entre padre e hijo, o al reservar el primer término del encuadre para ellos, mientras la madre aparece más al fondo. Así sucede en la escena inicial en comisaría, cuando los Stark, en comité y, aunque desunidos, al unísono, acuden a buscar a su díscolo chico. El plano de su aparición (Fotograma 13) es sumamente elocuente, porque, por primera vez en el film, Ray violenta ostentosamente la planificación al hacer uso de un pronunciado contrapicado, dejando bien a las claras que lo que desestabiliza a Jim ha de buscarse en él. ¿Y qué nos muestra el cuadro? Una especie de cartografía familiar: Jim y Frank ocupan el primer término; Carol, el segundo; y todavía hay un tercero que muestra a la abuela materna (Virginia Brissac), la cual simplemente ha parecido colarse, cuando nadie la llamaba, en ese momento tan delicado. Tanto es así, que ya en el interior del despacho del comisario, Ray utiliza un contrapicado similar con análoga disposición de los personajes (Fotograma 14). Se sugiere con la reiterada distribución, tanto más cuanto que la abuela seguirá asomando la cabecita en la parte baja del cuadro, como una intrusa, durante la subsiguiente escena del desayuno, una influencia, aunque a la sombra, persistente, y a buen seguro poderosa, de la abuela en las relaciones familiares de los Stark, dando a entender que la estructura que los guía es un elemental y rancio matriarcado donde la abuela, bajo ningún concepto, quiere renunciar a su condición de “reina madre”: ella le prepara a Jim su pastel de manzana (es impagable el gesto de fastidio de Carol) y, tan sabihonda, le recuerda impertérrita a su hija que el nieto ya es mayorcito para llevarse al instituto sandwiches de manteca de cacahuete (“What did I tell you?” / “¿Qué te decía yo?”). De ahí que, cuando el desesperado Jim abandone el amargo hogar tras la muy posterior discusión nocturna con sus progenitores, le propine una buena patada al cuadro de la abuela: aunque ella ya hace rato que físicamente ha desaparecido del film, en espíritu sigue prolongando el incordio de su presencia.

       
                               Fotograma 13                          Fotograma 14

Que el arrogante predominio del elemento femenino en la vida del adolescente lo irrita y lo perturba, se ilustra contundentemente en la escena pivote de la película, la de la discusión nocturna con los padres; y ello con una elegancia cinematográfica fuera de lo común, al hacer que, una y otra vez, la madre invada planos donde a priori ella no debía estar. Una secuencia, por cierto, entre las mejores jamás rodadas por Nick Ray, que resume con singular potencia su método de tomas muy largas, a veces mantenidas sin corte, y otras interrumpidas por contraplanos, aquí con pertinencia singular. Es tanta la densidad de este fragmento, tanta su inventiva y la necesidad de sus elecciones formales - que destilan toda la sabiduría escénica de Ray, lo que no les impide alcanzar una gran pureza cinematográfica -, tanta su importancia en el film - está situado aproximadamente en la mitad del mismo y es crucial para justificar la rebelión final del joven héroe -, que resulta imperativo comentarlo con cierto detenimiento.

Pasado un inicio donde Jim, recién llegado a casa tras la nocturna chicken-run, bebe leche y se tumba en el sofá buscando el sosiego, la desestabilización de la situación no se hace esperar. Comienza con un plano, uno de los más famosos de toda la carrera del director, donde la madre, debido a la posición invertida de la cámara y con la justificación de que Jim se ha repantingado en el sofá con la cabeza colgando, aparece en la escalera boca abajo, para acto seguido apresurarse, tan solícita como cansina, a consolar a su vástago. Pues bien, en cuanto el padre, que ha estado esperando al joven viendo la televisión y se ha quedado dormido, abre los ojos, Jim deja de atender a la mujer y se dirige al hombre (Fotograma 15.1); es más, se levanta y se acerca hasta Frank (Fotograma 15.2) para hablar exclusivamente con él (“I have to talk to somebody, Dad” / “Tengo que hablar con alguien, papá”). El padre se incorpora a su vez y Jim se sienta en las escaleras; pero Carol no se resigna a permanecer al margen e intenta recuperar la voz cantante, yendo a ocupar un lugar literalmente central, interponiéndose entre padre e hijo (Fotograma 15.3). Todo ello, desde que Jim se levanta del sofá, dado en una única y prodigiosa toma, con las pertinentes correcciones de cámara efectuadas por la grúa.

       

                             Fotograma 15.1                             Fotograma 15.2
 
                          Fotograma 15.3

La secuencia no acaba aquí, y Ray nos reserva, como mínimo, otro plano excepcional, dado también en única toma: intentando evitar que su madre le corte el campo de visión, Jim, en plano medio reservado para él solo, se levanta de nuevo, y pasa de mirar a la izquierda de cuadro, a la madre entrometida, a mirar a la derecha, otra vez hacia el padre. De nuevo, Carol no se conforma con un papel secundario y penetra por la derecha de plano (Fotograma 16.1), en un intento desesperado por recibir las confidencias de su hijo, ese hijo que “casi le costó la vida al parirlo” (“I almost died giving birth to him”). Jim, tras dirigirle una esquiva mirada de evidente disgusto, vuelve a enfocarse hacia Frank y vuelve a evitar a Carol, esta vez retrocediendo, al subir un escalón (Fotograma 16.2). La planificación se violenta casi imperceptiblemente, pues la cámara adquiere un ángulo contrapicado; la madre queda así en la parte baja del cuadro, tan intrusa como lo era la abuela en aquéllos donde aparecía. Por fin, el pasivo Frank entra en plano para acoger las dudas de Jim, y su entrada va acompañada por una leve corrección de cámara a derecha, que, lógicamente, pues Jim no desea confesarse a ella, deja arrinconada a la madre en una insignificante esquina de la imagen (Fotograma 16.3). Carol, ya lo sabemos, no es mujer que se rinda fácilmente, y avanza un paso para ocupar un lugar más central, para inmiscuirse en las confidencias entre padre e hijo (Fotograma 16.4). Todavía más, y en ese mismo plano: Jim, importunado, acaba retrocediendo hasta el rincón de la ventana, y Carol aprovecha la situación para subir ella también, colocándose tras él, mientras, en cambio, el simplón de Frank dilapida su anterior ventaja física y se queda en la parte baja del salón, y de cuadro, mal colocado tras la baranda que lo separa de los otros, casi como puro espectador pasivo ante la enérgica exhibición de voluntades de madre e hijo (Fotograma 16.5), vagamente como ante una representación teatral (los cortinajes de la ventana, cual telón; el rellano, cual tarima). A la desesperada, intentando establecer una comunicación que Carol cortocircuita una vez tras otra, Jim se encara a Frank tapando con el cuerpo a Carol, pero de nuevo el contacto deseado con el padre resulta imposible.

       


                              Fotograma 16.1                       Fotograma 16.2


                              Fotograma 16.3                        Fotograma 16.4


                                 Fotograma 16.5                       Fotograma 17        

A estas alturas, la conversación ya se ha transformado en discusión. Ante las insatisfactorias reacciones de sus progenitores, Jim decide obrar por su cuenta e ir a entregarse a la policía, lo que desata el pánico de la literalmente desequilibrada y desequilibrante madre (“Don’t volunteer!” / “¡No te entregues!”). En efecto, si la mujer reconoce necesitar píldoras para dormir, lo cierto es que se las pinta sola para que la planificación se enrarezca: ya hemos comentado los acusados contrapicados en comisaría, así como el plano boca abajo que la introduce en la secuencia que estamos tratando. Pues bien, al interponerse Carol en el camino de Jim hacia la planta de arriba, la cámara, en un novedoso tiro, diríamos que se ve forzada, a inclinarse, y el encuadre se tuerce (Fotograma 17). No sólo eso, la situación y postura de la enervante mujer son, sin duda, prepotentes: le corta la subida a Jim unos escalones por encima de él, le invade el espacio con ese brazo apoyado en la barandilla que adelanta hacia el joven. Y por supuesto, decide ella sola que lo mejor es mudarse, quizás su histérica forma de tener a Jim siempre en su regazo, de poseerlo. Entretanto, el padre se ha acercado a la zona de litigio y ha ocupado el lugar que quedaba vistosamente vacío a la derecha del Fotograma 17, pero, sumiso, se limita a sentarse en el rellano, en la parte más baja del espacio escénico (el final de la escalera); es más, paulatinamente, al tiempo que la discusión va forzándole a tomar posición, ira apocándose, encogiéndose, en una serie de planos y contraplanos (Fotogramas 18 y 19), hasta quedar recluido también a la zona baja del espacio cinematográfico (el encuadre). La crispación acaba por estallar definitivamente, y un desesperado Jim, impotente ante la tenaz madre, acaba por agredir al padre, por su pasividad, por su silencio (“Dad, stand up for me” / “Papá, defiéndeme”), en una trifulca que no es más que un desesperado sucedáneo de ese contacto, ese abrazo con él, anhelado y siempre frustrado.


                                 Fotograma 18                           Fotograma 19

Y con todo, tras tan alta tensión y tanto desacuerdo, lo que Jim no ve, al escapar de casa, es la mirada preocupada que intercambian sus padres; como no asistirá tampoco a sus desvelos ante su ausencia, en mitad de la noche, idénticos en intensidad, tal y como muestra ese extraordinario plano donde Carol y Frank, al oír golpes en el portal de la casa (la pandilla está colgando un gallo a la entrada), intercambian los lugares en el umbral del baño y frente el espejo. Son dos momentos de sintonía del matrimonio que, significativamente, Jim no presencia.

Así las cosas, la diligencia del buen Frank es tomada por Jim por servilismo; su apocamiento, por cobardía. Y quizá no sólo por él: el gallo (“chicken”) de cresta encarnada que la pandilla cuelga en casa de los Stark, aunque reservado para el hijo, más bien parece una pulla al trémulo padre. Los conceptos que Jim necesita adquirir para demostrar su hombría, el honor y el valor, son las carencias del padre: ¿cómo puede ser digno un hombre que se agacha a recoger los restos de la bandeja caída, sigilosamente, para que su mujer no se entere?; ¿cómo, valeroso, un hombre que tiembla al ver colgado un gallito en el portal de su casa?, ¿que no se atreve ni a enfrentarse a su esposa, ni a mostrar un mínimo desacuerdo con ella? Esto justifica el comportamiento de Jim, pero podría hacer sospechar al espectador que en Rebelde sin causa Ray proponía ciertos conceptos bastante machistas de la existencia. Sin embargo, ello no es así. Todo lo anterior, el apocamiento del padre unido a sus femeninos atuendos, la tiranía de la madre indisoluble de sus enérgicos ademanes, es rigurosamente cierto…, pero sus connotaciones negativas sólo cobran valor en la percepción de Jim. Al fin y al cabo, no deja de resultar irónico que si Carol madre agobia a Jim, a Carol hija la abuela le resulte igualmente cargante, como bien muestran sus gestos contrariados ante las afirmaciones de la abuela sabelotodo en la escena del desayuno; y aún más, que en un momento del film se deje adivinar que, en el fondo, el problema real de la familia es que Carol y Jim, caracteres fuertes, se parecen demasiado: “You know who he takes after” / “Ya sabes a quién se parece”, le suelta en comisaría la abuela a la sufrida Carol, con evidente retranca. ¿Habrá sido la mujer también una hija problemática y desesperada?

Aun con todo, la absoluta parcialidad de los juicios que el espectador ha podido hacerse a lo largo del metraje se comprende mejor si se considera que los planos subjetivos más llamativos del film se le reservan a Jim en muy significativos momentos y comportan una notable distorsión en la mirada. El primero aparece ya en la escena inaugural y básica de la comisaría, ese plano en que Jim contempla, a través de la mirilla, mostrados en evidente iris, a su padre, su madre (cómo no, discutiendo) y a la abuela (claro está, metiendo baza). Pero esta imagen tan temprana es un plano subjetivo, lo que sugiere, por tanto, que vamos a contemplar la vida familiar a través de la torturada mirada del adolescente, en trance de madurar. En esto mismo incide el célebre instante de la madre bajando la escalera, el más desestabilizador de todo el film - es que ni la fuerza de la gravedad parece existir -, que es un plano, de nuevo, subjetivo de Jim: la presencia ominosa, vampírica, de la madre, colgada hacia abajo como un murciélago, vuelve a ser una percepción exclusiva del joven.

La duda sembrada por estos dos selectos momentos vendrá resuelta, ya al final del film, por uno de esos planos que, por su concepción, obligan a reconsiderar toda una película; uno de los planos, además, más conciliadores que ha dado el cine. Tras la catarsis provocada por la trágica muerte de Platón, Jim por fin consigue lo que tanto deseaba: que el padre salga en su defensa, que el contacto emocional se haga físico, que lo abrace. Ray y Haller subrayan bellamente el momento al duplicar el abrazo con la sombra de los dos hombres unidos (Fotograma 20). Pero, es más, Carol, la metomentodo, esta vez permanece al margen y contempla emocionada la reconciliación entre padre e hijo. Aguarda, respetuosa, sin inmiscuirse, en plano aparte (Fotograma 21), asumiendo definitivamente el papel secundario que debe tomar en este momento de la vida de Jim. Así, no será hasta que su retoño la llame (“Mom” / “Mamá”) que avance, acompañada en travelling por la cámara, y comparta plano con su marido (Fotograma 22), formando, por primera vez ante Jim, la imagen de un matrimonio bien avenido, sin dominios ni sumisiones, donde ninguno prevalece en el plano sobre el otro. En un necesario contraplano, la joven pareja recién instituida por Jim y Judy (Fotograma 23) se presenta, o mejor, se reconcilia, con el veterano matrimonio de los Stark en igualdad de condiciones (es decir, con el mismo ángulo, sin encuadres torcidos)…, aunque hay una importante diferencia de matiz: la escala cambia ligeramente, y a favor de pareja madura, la cual se registra en primer plano frente al plano medio corto de los jóvenes; un detalle que señala claramente su superior implicación emotiva en el momento (refrendada por el emocionado gesto de los dos actores), además de revelar una mayor empatía de la cámara con los adultos, hasta ahora casi impensable en el film.

       
                               Fotograma 20                              Fotograma 21
                                Fotograma 22                           Fotograma 23

La conclusión, lo que la confrontación entre ambos planos (Fotogramas 22 y 23) ofrece, es evidente: los adolescentes han alcanzado la madurez, o cuando menos, el equilibrio; y Jim ha empezado a aceptar que lo femenino y lo masculino no son esencias antagónicas y que pueden coexistir en armonía. Pero no sólo eso, todavía queda ese plano definitivo al que hacíamos referencia, reservado para el matrimonio, y de idéntica escala y tiro que el anterior Fotograma 22, a buen seguro perteneciente a la misma toma. En él, el ademán de la madre de ir a comentar algo, la mirada del padre invitándola a callar, se resuelven en la conciliadora sonrisa que ambos se dedican mientras se ponen en marcha abrazados (Fotograma 24). Sencillamente, esta sonrisa cómplice nos descubre que, en realidad, las percepciones de Jim, que tan ciegamente habíamos asumido hasta ahora, eran erróneas, que resulta que sus padres estaban mejor avenidos de lo que parecía, y que la madre también estaba dispuesta a transigir y aceptar las sugerencias del padre. Jim, lo que nosotros comprendemos con ese intercambio de miradas dulce y elocuente, ya está en camino, de la mano de Judy, de comprenderlo él mismo: que, al fin y al cabo, ellos también, Carol y Frank, son personas. No hay mejor prueba de madurez.

                               Fotograma 24






[1] El rojo había surgido con ímpetu en la obra de Ray con Johnny Guitar, aunque su uso, por más llamativo que fuera, no sobrepasaba cierta convención. Como signo de una herida existencial, volvería a aparecer en sus otras dos mejores películas: Chicago, años 30 y, sobre todo, en Más poderoso que la vida, donde su cualidad lacerante se confundiría con la de una violencia consustancial que acecha por salir a flote.
[2] El plano quizás pierde parte de su fuerza por el apresuramiento del montador: de nuevo, los polémicos montajes de las películas de Ray. Cuando resulta que toda la escena transcurre en una única toma, con una mínima interrupción (procedimiento habitual en el director) de un plano medio de los padres, habría sido más potente, y a buen seguro fuera ésta la intención original del cineasta, mantener apenas un segundo las tres puertas cerradas a cal y canto, en vez de, como se hizo finalmente, cortar a la habitación de Judy, en movimiento y más convencionalmente, antes de que la tercera puerta acabara de cerrarse.
[3] Las sugerencias homosexuales no eran extrañas a la obra de Ray; y no nos referimos a la rivalidad entre Emma y Vienna en Johnny Guitar, que algunos han interpretado de este modo abusivamente, pues el film nada define en este sentido ni en el contrario. Pensamos en las relaciones, llamativamente íntimas, entre Laurel (Gloria Grahame) y su masajista en En un lugar solitario; e incluso en la atracción experimentada por Rico Angelo (Lee J. Cobb) hacia Farrell (Robert Taylor) en Chicago, años 30, pues la condescendencia del primero hacia el segundo y su deseo de desfigurar el rostro de Vicki, ¡con ácido!, bien justifican la sospecha.

viernes, 16 de octubre de 2015

Las cuitas del joven Jim. Sobre Nicholas Ray y Rebelde sin causa (1)


Fernando Usón Forniés



El nacimiento de un autor

De aquellos cineastas que surgieron en el Hollywood de los años cuarenta englobados bajo el epígrafe de “generación de la violencia”, sin duda la última gran hornada del cine americano, es Nicholas Ray el de mayor aura mítica. Algo injustamente, por más que sea un gran director, pues ni Richard Fleischer ni Budd Boetticher le van demasiado a la zaga, y en cambio, mucha mayor consistencia y altura alcanzan Samuel Fuller y, en especial, Anthony Mann. El prestigio incombustible del que disfruta el previamente director de escena, al que siempre se le ha perdonado su manifiesta irregularidad por mor de su apasionamiento, surge, sin duda, de la ciega devoción que por él experimentaron los críticos de los míticos Cahiers primigenios, los cuales, en plena marejada de la politique des auteurs, llegaron a elogiar incluso títulos tan mediocres como Sangre caliente (Hot Blood, 1956). [1] También gracias a los cahieristas, ha de añadirse la general consideración del cineasta como precursor de la modernidad cinematográfica; pero esta distinción la merecerían mayormente muchos coetáneos de Ray - por ejemplo, Fuller -, pues si nos atenemos a la forma de rodar del director, a su manifiesta comodidad en el sistema de géneros y de estudio, y a sus escasas o nulas desviaciones del canon - menos radicales e innovadoras que las de otros, de cualquier forma -, esa cualidad de avanzadilla de su obra se ha ido desdibujando a lo largo de los años hasta englobarlo limpiamente dentro de las últimas manifestaciones del cine bien o mal llamado clásico, o si se prefiere, de su amplia deriva manierista.[2] Por si los motivos anteriores fueran pocos, el director espigado disfruta, frente a sus compañeros de generación, de una de las plusvalías más queridas por críticos y analistas de todo pelaje para elevar a los directores a los altares: haber batallado por construir una obra personal dentro del sistema de los grandes estudios de Hollywood - aunque, a la postre, mayores injerencias llegaría a sufrir en Europa - y ser, finalmente, prototipo del artista maldito, víctima de productores desaprensivos que abortaron tantas y más cuantas supuestas obras maestras en potencia - aunque, paradojas del artista incomprendido, algunos encargos figuren entre sus mejores obras y algunos proyectos personales estén lejos de hacerlo -.

En esta coyuntura no es de extrañar que aquella famosa boutade de Godard se haya perpetuado y sea uno de los tópicos más extendidos de la cinefilia, antigua y actual: que si alguien podría haber reinventado el cine, ese era Nicholas Ray. La valoración resulta excesiva, máxime cuando se considera la primera etapa del cineasta (hasta 1953), ya que, por más que haya dos o tres títulos estimables, más sus dos excelentes colaboraciones con Bogart, la puesta en escena de los primeros filmes resulta, por lo general, demasiado comedida como para que nada menos que todo el cine resurgiera de ellos. Ciñéndonos a aquellos que comenzaron a descollar en el período que cabalga entre los años cuarenta y cincuenta, más ajustada sería esa valoración aplicada a sus colegas, los, estos sí, desbordantes Fuller o Mann; o situándonos al otro lado del Pacífico, referida al feraz Akira Kurosawa.

Sin embargo, la obra de Ray experimentó una metamorfosis absoluta a partir de 1954 y Johnny Guitar, y esta nueva etapa, que se cierra con su último film en Hollywood, Chicago, años 30 (Party Girl, 1958), justifica mucho más consistentemente que la anterior y la siguiente todo el arrobo cinéfilo que todavía genera el director impetuoso.[3] Pues, en efecto, si en la primera etapa su apasionamiento queda amortiguado, casi encapsulado como una crisálida, por una puesta en escena tantas veces contenida en demasía y creativa dentro de un orden, en cambio, los formatos apaisados y la llegada del color propiciaron su expansión enormemente. El trayecto que lleva de un período a otro podría quedar ejemplificado por algunas escenas musicales de garito nocturno. Primer jalón: en el night-club de Los amantes de la noche (They Live by Night, 1947), los planos sobre la cantante que interpreta ese atisbo de “canción de la pareja” son triviales e innecesarios; incluso la secuencia acaba, de manera muy poco pertinente, con un plano absolutamente prescindible de la intérprete. Segundo: en En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1951), donde se redunda en el tópico tan del gusto de algunos cineastas de dicha generación - ver el caso de Joseph Losey - de la “canción inolvidable entonada por cantante de jazz, negra preferiblemente”, la insignificancia de los ¡cuatro! planos medios reservados en exclusiva para la pianista tonadillera sólo se supera en el que acusa su reacción, quizás demasiado excesiva, a la brusca forma de apagar el cigarrillo del temperamental Dixon Steele (Humphrey Bogart). Tercer jalón, y cumbre: en Chicago, años 30, las danzas de Vicki Gaye (Cyd Charisse), la protagonista y no una mera comparsa, son imprescindibles para el tono del film y alcanzan a constituir una de sus mejores bazas, pues no sólo culminan algunas de sus más importantes sugerencias coloristas, sino que se planifican y escenifican como una orgánica prolongación de los estados emocionales de la bailarina.

Claro está, que la separación entre etapas no es rígida, y frente a la inesperada pervivencia de la contención, e incluso del perezoso discurrir, que supone Busca tu refugio (Run for Cover, 1954), notables excepciones del Ray primerizo anuncian el Ray de madurez; a veces, en contados planos, como aquella brusca panorámica de La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1951) que aísla, como un latigazo, al policía Jim Wilson (Robert Ryan) ante la mención por parte de una camarera de la palabra “cop” / “poli”; a veces, una película entera, como Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949), quizás la mejor del período inicial, donde la urgencia del montaje se aúna metódicamente con la violencia de la puesta en escena, características del mejor Ray, para generar un discurso de elevado interés - mucho más complejo y maduro que el de la primeriza Los amantes de la noche -, realzado por una gran inventiva.

Johnny Guitar supuso la eclosión del Ray autor. Esta descabellada historia ataviada de western posibilitó, con la excusa de los duelos y los tiroteos, de los odios y las venganzas, de su aparatosa irrealidad, dar rienda suelta a las pasiones desaforadas de los personajes del director, así como multiplicar las abundantes descargas eléctricas que despiden y que los acometen: la botella que McIvers (Ward Bond) lanza contra la pared; la carrera por el salón de Johnny (Sterling Hayden) y Vienna (Joan Crawford), coronada por su primer beso; el momento de gloria histérica de Emma (Mercedes McCambridge) tras incendiar el casino de Vienna; el bamboleo del revólver, como si ardiera, de una mano a otra de Johnny; la perplejidad de Dancing Kid (Scott Brady) al recibir un balazo en la frente… Nunca antes ofreció Ray tal cantidad de momentos de alto voltaje. Ni nunca antes había puesto tan en evidencia sus recursos formales como aquí hizo con el color: el vestido negro, como de cuervo, de Emma frente al inmaculadamente blanco de Vienna; la camisa intensamente roja que Vienna tiende en una silla, llevando ya puesta la del difunto Turkey, de un amarillo no menos vivaz…

Si la inmediata Busca tu refugio supuso en cierto modo un retroceso, Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955), su obra gozne, fue la confirmación definitiva de Ray como autor cinematográfico; y no tanto porque se tratara de un proyecto absolutamente personal, sino porque en él reutilizó de forma más sistemática que con anterioridad recursos e imágenes propios, mejorándolos enormemente en esta “segunda oportunidad”. Baste con pensar en cómo, en Johnny Guitar, Vienna aparece tras Johnny en el casino, por la noche, casi como un cuadro del pasado, y en cómo, en otro memorable nocturno, esta vez en el planetario, Platón (Sal Mineo) surge sorpresivamente tras Jim (James Dean), también tras un tabique de madera; es más, en cómo, mientras en Johnny Guitar el momento se fragmenta en numerosos planos desde distintos ángulos de cámara, en Rebelde sin causa se conquista una concentración ejemplar, al mantenerse uno único durante buen tiempo, más de dos minutos.[4]


O mejor aún, comparar sendos clímax de ambos títulos: cómo la muerte de Dancing Kid, dada en primer plano frontal, se recupera en la de Platón en una toma aún más vertiginosa, al girarse el joven y quedar en primer plano dorsal, y al añadirse un inolvidable bamboleo de cámara; y sobre todo, aún más justa, al figurar al fondo del encuadre, en plano entero, los amigos de Platón: Judy (Natalie Wood) y Jim, casi las únicas personas en el mundo que lo aprecian (Fotograma 1).[5]

Fotograma 1

Como bien muestra el plano de la muerte de Platón, la apoteosis del autor Ray quizá no hubiera sido tal sin la adopción del CinemaScope, sistema mucho más apaisado que la VistaVision utilizada en Busca tu refugio (1:2,35 frente a 1:1,77). No por nada, el director abrazó entusiasmado el nuevo formato, que, con la sola excepción de Muerte en los pantanos (Wind Across the Everglades, 1958), ya no abandonaría en toda su carrera industrial, más que para cambiarlo, ya en Europa, por los 70mm. del Technirama. Y con razón, ya que el scope se reveló ideal para la plasmación de su mundo: no sólo le posibilitaba mostrar diversas acciones en el mismo cuadro y colocar a numerosos personajes a distinta distancia focal, a veces tremenda; también le permitía cambiar el encuadre dentro de la misma toma con mayor facilidad; y quizá por su antigua formación con el arquitecto Frank Lloyd Wright, maestro de las horizontales, Ray parecía inspirarse mejor en las composiciones muy apaisadas. El scope aún le proporcionó una ventaja adicional: los planos podían durar mucho más, sin por ello perder la crispación tan grata a él, por lo que podía controlar más la puesta en escena y el resultado final del plano…, siempre y cuando el montador fuera sensible a sus intenciones.

Y aquí llegamos a una cuestión un tanto espinosa del método de trabajo de Ray. Si hemos de atender a esos planos en blanco y negro de Rebelde sin causa que se rodaron antes de que el estudio, entusiasmado, accediera a producirla en color, se desprende que el director apasionado rodaba algunas escenas desde distintos tiros de cámara y en planos extraordinariamente largos, llenos de tiempos muertos, donde la decisión del corte final había de recaer necesariamente en el montador. Sólo que, en realidad, no hace falta acudir a ese material ajeno al resultado final: basta con atender a la misma película. Especificando un caso, es interesante constatar cómo, en aquel momento en que Jim y Judy se solazan junto a la chimenea en la mansión abandonada, Ray utiliza tres tomas distintas, dos en plano medio (Fotogramas 2 y 3) y una tercera en primer plano. La última se encuentra plenamente justificada por la mayor intensidad emocional alcanzada ahí, pero las otras dos podrían haberse reducido a sólo una; es más, el momento de distensión que viven los personajes así parecía exigirlo…, y de hecho, no pensamos que ninguno de los grandes pioneros surgidos en el mudo, muchos aún en activo entonces - o igualmente, Fuller o Mann, Cukor o Tourneur, Preminger o Sirk -, hubieran fragmentado la escena de esa forma tan arbitraria: para ellos cada cambio de plano comportaba una nueva idea o un matiz distinto. La elección de Ray no parece justificarse por el propio desarrollo del film, sino por el deseo de que el público acceda expedito al rostro de los dos actores, y deja traslucir, o bien, cierta sumisión al star-system - donde las estrellas exigirían repartirse los planos frontales equitativamente -, o bien, la asunción de una gramática más convencional - la del más académico e insípido plano-contraplano, que justo en esa época comenzaba a asentarse y que tan nefasta ha resultado a la larga para el cine comercial -. La opción, evidentemente, no anula la secuencia, aunque la vulgariza un poco, pero, sobre todo, interesa para recalcar que, con esos dos planos máster - permítasenos llamarlos así -, la última palabra nunca puede ser del director, sino que es prerrogativa del montador, siempre más proclive a acatar los mandatos de producción. Este método supone, sin duda, la mayor debilidad del estilo de Ray, de la que no conseguiría desprenderse ni siquiera en su mejor etapa, tal y como muestra, entre tantas otras, la anodina secuencia de la constitución de la banda en la decepcionante La verdadera historia de Jesse James. Y aparte de mermar, poco o mucho, los resultados finales, le trajo a Ray innumerables quebraderos de cabeza: al fin y al cabo - habrá que decirlo -, si tantas películas suyas sufrieron tantas manipulaciones, ello se debe a que resultaba factible hacerlas.[6]





Fotograma 2                               Fotograma 3

Ahora bien, no todas las secuencias de Rebelde sin causa están planificadas tan servicialmente. ¿Cómo, si no, iba a ser la extraordinaria película que es? Antes, al contrario: azuzado precisamente por el scope y por la mayor posibilidad que conllevaba de montar en el interior del cuadro, Ray se lanzó gustoso en abundantes momentos a reducir el número de planos a los indispensables, lo que, evidentemente, garantizaba una mayor fidelidad del resultado final a sus propias intenciones. Quizás por ello, quizá también por basarse en una historia propia que le interesaba sobremanera, Rebelde sin causa siempre fue la película favorita del mismo director. No es de extrañar, ya que conjuga singularmente lo íntimo de las intenciones con lo elevado de los resultados. Y si los proyectos venideros fueron más o menos personales, Ray mantendría en los mejores - Más poderoso que la vida (Bigger Than Life, 1956) y Chicago, años 30 - esa propensión adquirida en su obra maestra a utilizar el mínimo número de planos posible, rindiéndolos más necesarios, expresivos y emocionantes de lo que habían sido en sus primeras películas y de lo que serían en la recta final de su carrera.
  

El manifiesto de un romántico

Ray comenzó su andadura cinematográfica en un momento singularmente favorable para su temperamento artístico, mucho más que para los desprejuiciados y provocativos análisis de un Fuller, la sequedad rayana en la abstracción de un Boetticher o la severidad meditativa de un Mann. Su proverbial preferencia por los adolescentes contrariados - que se expandió a la relación casi paternal establecida con tantos de sus actores - lo entroncaba, en efecto, con esa corriente del cine americano de los años cincuenta que primaba la rebeldía juvenil como valor social… y que, a finales de la década, acabaría degenerando en uno de los capítulos más bochornosos del cine de Hollywood, al imponer al sufrido espectador estrellas recién horneadas de la calaña de Elvis Presley, Tab Hunter, Warren Beatty… ¡Puf![7]

Sin duda, el director larguirucho es el más preclaro representante de esta corriente, entre otros motivos, porque para él el tema de la juventud desorientada y rebelde no era moda, sino íntima preocupación; no en vano, se ha llegado a detectar cierta fijación adolescente, cierta negativa a madurar, cierta incapacidad de asumir el mundo en el carácter del propio Ray. Y hay que agradecerle, además, que sus abundantes actores de apariencia o realmente en edad adolescente (Farley Granger, Cathy O’Donnell, John Derek, Natalie Wood, Sal Mineo, Robert Wagner…) fueran más competentes que las hornadas que llegarían tras ellos. Esto coadyuvaría al notable éxito industrial de Ray en su época, así como a su posterior decadencia, una vez abandonó el filón bisoño… o simplemente, una vez los adolescentes enragés de Hollywood se iban volviendo maduritos. Pero, evidentemente, Ray no es el único que abrazó la causa juvenil; de hecho, el insigne tuerto no descubrió al ídolo James Dean, sino su amigo Elia Kazan; el cual fue, además, el director que, en cierto sentido, más luchó por imponer la mítica de la rebeldía al aderezarla, auxiliado por las camadas del Actors’ Studio, con una “novedosa” forma de interpretar, tantas veces cercana a la histeria y de tan nefastos resultados - por un Karl Malden, hubo que pechar con Dean, con Marlon Brando o con Paul Newman -. Nuestro autor, aunque no tan militante como Kazan, no fue inmune al virus del Actors’ Studio; y de hecho, en su única colaboración con Dean le dejó las riendas demasiado sueltas, haciendo que el punto más débil de su obra cumbre, junto a la altisonante partitura, fuera precisamente la interpretación de la estrella protagonista, demasiadas veces tan postiza frente a la mayor competencia de Wood, la indudable frescura de Mineo y la austera solidez del reparto maduro. Baste con pensar, sito en una de las numerosas fricciones de Jim Stark con sus progenitores, en ese gesto de ponerse la camiseta que Dean detiene a medio hacer para subrayar mejor su sufrimiento de incomprendido, más como diva que como vástago, casi señalando con el dedo al público la intención del momento (Fotograma 4). Digamos que, si el texto reza “Ten years! I want an answer now!” / “¡Diez años! ¡Quiero la respuesta ahora!”, el subtexto vendría a ser “Sufro, porque ignoro la respuesta, vital para mí”, y por si no quedara claro, Dean viene a añadir un hiperbólico “¡Pero es que… cuantísimo sufro!”.[8]

Fotograma 4

Ray, ya desde su primer título, se lanzó de lleno a ese cine de jóvenes problemáticos. En este sentido, Los amantes de la noche puede ser considerada una declaración de principios; eso sí, bastante condescendiente, al incurrir el director en una fácil idealización de esos jóvenes del subsuelo a su pesar y enarbolar un discurso muy del gusto de la progresía liberal, de entonces, de ahora y de siempre: los pobrecitos amantes se ven abocados irremisiblemente a la delincuencia, porque la sociedad los oprime…; aunque tanta inocencia no sea óbice para que el joven Bowie (Farley Granger), con su carita de no haber roto un plato en la vida, realmente haya matado a una persona en un arrebato de furia. En fin. Por fortuna, la visión que de la juventud ofrecería el director en sus siguientes títulos abandonaría el fácil paternalismo a favor de una mayor complejidad y ecuanimidad, empezando por la inmediata y soberbia Llamad a cualquier puerta, donde el Nick Romano de John Derek resulta mucho más ambiguo que Bowie, y sus actos finalmente menos justificados. Luego, se añadirían dos de sus incursiones en el western, Busca tu refugio y La verdadera historia de Jesse James, donde significativamente rejuveneció a la famosa banda, en contraste con las maduras encarnaciones anteriores; e incluso, en cierto modo, cabría sumar La casa en la sombra. [9] Rebelde sin causa, con toda su pasión y arrojo, con todas sus aristas y paradojas, refulge entre todas ellas y se erige como la culminación indiscutible de esta línea temática.

Con la relativa y primeriza excepción de Los amantes de la noche, es patente que los numerosos jovencitos que protagonizan la obra del cineasta no se reducen a iconos coyunturales, sino que entroncan con singular energía con los héroes de la tradición romántica. Y esto, pensamos que ha sido fundamental para la singular pervivencia de Ray en la memoria cinéfila: su carácter impetuosamente romántico. Por supuesto, no en el sentido devaluado con que hoy en día tanta gente usa la palabra, el de un sentimentalismo rosáceo, sino en el que se imbrica directamente con el movimiento artístico y literario de hace doscientos años.

Hay detalles, de hecho, en la obra de Ray que ponen sobre aviso al exhibir cierto intempestivo anacronismo, y que no son meramente anecdóticos, pues contribuyen poderosamente a la creación de esa peculiar topografía y ese especial clima que destilan algunos de sus más destacados títulos. Por ejemplo, esos lugares aislados, de raigambre eminentemente gótica, dejados de la mano de Dios, práctica o totalmente deshabitados, casi irreales de puro míticos. La granja perdida en el paraje nevado de La casa en la sombra y las ruinas indias de Busca tu refugio serían ejemplos concluyentes, si bien la mayor plenitud del edificio romántico en Ray se alcanzará con el casino de Vienna en Johnny Guitar, absolutamente desgajado del pueblo, literalmente situado en medio de la nada, así como con el caserón abandonado en Rebelde sin causa, de ubicación imprecisa, a no ser por la lejana referencia del planetario - como se aprecia en un maravilloso plano que incluye ambos edificios, fundiendo lo gótico con lo cósmico -; ambas casonas, repletas de escaleras, de habitaciones misteriosas y trasnochadas, de rincones sombríos; ambas, registradas en ominosos nocturnos, o en el caso de Johnny Guitar, también bajo tormentosos diurnos. E incluso el casino de Vienna siempre aparece atenazado o devorado por los elementos (la tormenta de arena a la llegada de Johnny, las llamas que acabarán destruyéndolo) y dispone, abajo, en el sótano, de pasadizos subterráneos que lo conectan subrepticiamente con la entrada a la guarida de Dancing Kid…, la cual, por si lo anterior fuera poco, cuenta con un único acceso secreto, oculto por una cascada. Es la misma sintonía del castillo de Otranto o del convento de las clarisas de El monje.

Otro de los parentescos de Ray con el romanticismo es, claramente, la nocturnidad de su obra: Rebelde sin causa vuelve a ser ejemplar, pues casi toda entera transcurre de noche. Y es de distinguir la preferencia de Ray, da lo mismo en sus primeras películas en blanco y negro que en su época de madurez en color, por los fondos intensa, amenazadora, desesperadamente negros; una querencia acentuada por el hecho de que el director muy raramente - aunque sí, por ejemplo, en La verdadera historia de Jesse James - utilizó el procedimiento de la noche americana, por lo que sus exteriores nocturnos se ven presididos por cielos densos e impenetrables. Esta oscuridad absoluta que pende sobre las cabezas de los personajes trasluce una honda desesperación vital, un sentimiento de pequeñez del ser humano (“What does he know about man alone?” / “¿Qué sabrá él de la soledad del hombre?”, musita Platón), indisoluble de otro rasgo romántico: la idea de destino, de fatalidad, en abundantes ocasiones ligada a lo cósmico. Ya los tantas veces mencionados planos aéreos que registran las huidas de Los amantes de la noche y, elocuentemente, inauguran la obra de Ray muestran a unos personajes acosados por una potencia superior y abstracta; pero la formulación más rica aparece, de nuevo, en Rebelde sin causa, durante la primera escena del planetario, donde el firmamento que alberga a los atolondrados adolescentes acaba por explotar, anunciando un fin del mundo, no por distante, menos contingente (“We will disappear into the blackness” / “Desapareceremos en la negritud”). Aún más, si arriba mora la infinitud apabullante, abajo se agazapa la nada sigilosa, y otros planos de Rebelde sin causa detectarán ese vacío existencial que amenaza con engullir a sus protagonistas: nos referimos a los extraordinarios picados que muestran a los jóvenes asomándose al acantilado (“That’s the edge, that’s the end”/ “Ese es el borde, es el fin”); o más adelante, en trasunto menos anonadante y más conciliador, al que muestra a Jim, Judy y Platón saltando a la piscina vaciada del caserón.



¿Y qué sucede con los personajes? Ya desde Goethe, para un romántico es imperativo glosar las almas atormentadas y las descontentas por motivos existenciales, centrarse en personajes que detestan las convenciones sociales, a veces razonadamente, otras por simple ego, o que directamente se rebelan contra entornos opresivos y provincianos. El cine de Ray es pródigo en estos rebeldes y desesperados de cualquier edad; de hecho, Nick Romano o Jim Clark sobrepasan la calidad de emblemas generacionales para situarse en el mismo nivel que el policía solitario y violento de La casa en la sombra, el guionista áspero y pendenciero de En un lugar solitario, o el cínico, e igualmente solitario, abogado de Chicago, años 30. Todos ellos tienen graves problemas y obstáculos casi insalvables para aceptar el mundo que los rodea, del que se sienten, con o sin razón, repudiados.[10] Algunos, los delincuentes tipo Jesse James, se enquistan en la inmadurez y deciden, en la más idealizada estela del héroe romántico, rebelarse contra ese mundo y desafiarlo abierta y altaneramente. Ninguno lo enunció mejor que el Nick Romano de Llamad a cualquier puerta con su famoso credo: “Live fast, die young and have a good-looking corpse” / “Vive rápido, muere joven y ten un guapo cadáver”. No obstante, la mayoría de los héroes del cineasta enarbolan la rebeldía no por brutalidad, sino para encubrir una sensibilidad delicada de la que tantas veces se avergüenzan, y su lucha no es tanto contra el mundo, como por encontrar su lugar en él, por aceptarlo y ser aceptados; por madurar, en suma. Para poder afirmarse ellos deben enfrentarse a los otros, que en su susceptibilidad, la de los héroes, perciben demasiadas veces como antagonistas; y deben recorrer un doloroso proceso, casi a la manera de un rito iniciático, bordeando los abismos de la desesperación y la autodestrucción, para finalmente alcanzar la redención. Jim Stark, Judy son de éstos. Platón, en cambio, tan infantil y de tan graves carencias afectivas, acabará por erigirse en un patético amago de delincuente…, y, a él sí, le llegará el fin del mundo.





[1] Siendo el máximo adalid del director americano Godard, tan dado a las afirmaciones maximalistas y chocantes, a veces francamente ridículas, lo que no ha impedido que la crítica lo haya seguido citando una vez tras otra, como si fuera el oráculo. En el mismo artículo en que el profeta revelaba que el cinéfilo no adoraría más dios que a Ray (“Nicholas Ray es el Cine”), les asignaba, por ejemplo, a Rossellini ¡la pintura!, y a Ejzenshtejn ¡¡la danza!! Aparte de la pésima puntería, pareciera que el cine de los elegidos para el panteón (discutible, pero aceptado por tantos sin rechistar) se redujera a otro medio de expresión, y sólo a uno. Ya puestos a continuar el estéril juego, más justo habría sido reservar el cine (o el Cine) para Murnau y asignarle a Nicholas Ray el teatro: muchas de sus secuencias acusan, para bien, su procedencia escénica.
[2] Es más, muchas veces Ray acaba resultando demasiado “hollywoodiense”: baste con comparar Eskimo (1933) con su reelaboración inconfesada en Los dientres del diablo (The savage innocents, 1960), ¡de producción europea!, donde transformó el honrado planteamiento del film de W.S. Van Dyke en un hatajo de convenciones. Y tampoco está de más poner de manifiesto que en la escena más destacada de La verdadera historia de Jesse James (La verdadera historia de Jesse James, 1956), la del atraco, los mejores planos están calcados de su precedente Jesse James (Tierra de audaces, Henry King, 1939).
[3] Ya José Luis Guarner advirtió del cambio radical que separa al Ray en blanco y negro del Ray en color y en scope. Melodía interrumpida. Nicholas Ray y su tiempo; pp. 23-29. Filmoteca Española.
[4] A decir verdad, el momento se divide en nueve planos: cinco en los que aparecen Platón y Jim, tres contraplanos de Jim y un inserto. Sin embargo, en consonancia con que toda la escena pivota en torno a Platón, los cinco primeros provienen de una única y prolongada toma, que se ha fragmentado para ser puntuada por los cuatro planos restantes. Se considere como se considere, la diferencia se mantiene: en Johnny Guitar los planos dentro de la cocina ascendían a veinte en el montaje final.
[5] Debemos señalar que la muerte por bala registrada en primer plano no es realmente una invención de Ray, sino que había sido aportada por Mann: La última bala (Railroaded!, 1947), Horizontes lejanos (Bend of The River, 1952). La diferencia fundamental estriba en que, mientras Ray sitúa en Rebelde sin causa al fondo del plano a los colegas del fulminado, Mann reserva el primer término para la víctima sola, que al caer, de forma tanto o más electrizante, deja al descubierto en plano americano o entero a su verdugo.
[6] Muchas películas de otros directores - Avaricia (Greed, 1924), El viento (The Wind, 1927), Freaks (1932), Sospecha (Suspicion, 1941), El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), Ha nacido una estrella (A Star in Born, 1954), etc. - han sido rehechas y contrahechas por insensibles productores, pero han resistido las agresiones admirablemente, y las tergiversaciones no han tenido los catastróficos resultados que redujeron supuestas maravillas a mediocridades como  Sangre caliente, La verdadera historia de Jesse James, Rey de reyes (King of Kings, 1961), etc. Eso, por no hablar de la diferencia abismal entre los estupendos peplum rodados por Mann para el megalómano Samuel Bronston en España y los casi nulos firmados por Ray en análogas condiciones de producción. Habrá que reconocer una de dos (o las dos): o los brutos de Ray permitían estas manipulaciones en mayor grado que los de sus colegas…, o simplemente, el material original, pese a las lamentaciones del director y sus forofos, tampoco era para tanto. Al fin y al cabo, si mejores cineastas han podido rodar, en libertad, malas películas, ¿por qué no Ray? La duda surge con fuerza: rehuir la paternidad de sus peores películas, ¿no sería una estrategia o una pose del director para engrandecer su imagen de autor?
[7] Para más inri, justo después de la invasión de las valquirias; es decir, las rubias tetonas y las morenas pechugonas: Marilyn Monroe, Jayne Mansfield, Anita Ekberg, Joan Collins, Jane Russell…
[8] Lo cierto es que Ray debía de ser demasiado tolerante con sus actores: Johnny Guitar también sufre de la sobreactuación de su estrella titular, una Joan Crawford tan perdonavidas como a ella le gustaba serlo, lejos de la credibilidad que la disciplina de directores como Cukor o Preminger supo imprimirle. Se ha de añadir que la irregularidad en el capítulo interpretativo, paradójicamente casi inexistente en la primera época, se prodigará y volverá crónica a partir de 1954, con la única excepción de la irreprochable Más poderoso que la vida, alcanzándose la sima más profunda con el pésimo Curt Jurgens en su infraactuación, o mera comparecencia, en la muy evidente y sobrevalorada Amarga victoria (Bitter Victory, 1957). Ciertamente, pese a su desmesurado prestigio al respecto, no contamos a Ray como un gran director de actores: el resultado final dependía casi al cien por cien del carácter y capacitación de cada intérprete.
[9] Dato revelador: Ray volvería a utilizar a su Frank James (Jeffrey Hunter) para encarnar nada menos que a un Cristo de apariencia tremendamente juvenil (aunque Hunter, en realidad, ya había sobrepasado los treinta y tres años) en Rey de reyes, su personal, pero muy inferior remake del imperecedero film mudo de Cecil B. DeMille.
[10] Y el mismo director se erigió una imagen pública de romántico corsario que luchara contra las convenciones y potencias de la producción cinematográfica: el cine por el mundo.