Fernando Usón Forniés
De
aquellos cineastas que surgieron en el Hollywood de los años cuarenta
englobados bajo el epígrafe de “generación de la violencia”, sin duda la última
gran hornada del cine americano, es Nicholas Ray el de mayor aura mítica. Algo
injustamente, por más que sea un gran director, pues ni Richard Fleischer ni
Budd Boetticher le van demasiado a la zaga, y en cambio, mucha mayor consistencia
y altura alcanzan Samuel Fuller y, en especial, Anthony Mann. El prestigio
incombustible del que disfruta el previamente director de escena, al que
siempre se le ha perdonado su manifiesta irregularidad por mor de su
apasionamiento, surge, sin duda, de la ciega devoción que por él experimentaron
los críticos de los míticos Cahiers
primigenios, los cuales, en plena marejada de la politique des auteurs, llegaron a elogiar incluso títulos tan
mediocres como Sangre caliente (Hot Blood, 1956). [1] También gracias a los cahieristas, ha de añadirse la general consideración
del cineasta como precursor de la modernidad cinematográfica; pero esta distinción
la merecerían mayormente muchos coetáneos de Ray - por ejemplo, Fuller -, pues si
nos atenemos a la forma de rodar del director, a su manifiesta comodidad en el
sistema de géneros y de estudio, y a sus escasas o nulas desviaciones del canon
- menos radicales e innovadoras que las de otros, de cualquier forma -, esa
cualidad de avanzadilla de su obra se ha ido desdibujando a lo largo de los años
hasta englobarlo limpiamente dentro de las últimas manifestaciones del cine
bien o mal llamado clásico, o si se prefiere, de su amplia deriva manierista.[2] Por si los
motivos anteriores fueran pocos, el director espigado disfruta, frente a sus
compañeros de generación, de una de las plusvalías más queridas por críticos y
analistas de todo pelaje para elevar a los directores a los altares: haber batallado
por construir una obra personal dentro del sistema de los grandes estudios de
Hollywood - aunque, a la postre, mayores injerencias llegaría a sufrir en
Europa - y ser, finalmente, prototipo del artista maldito, víctima de
productores desaprensivos que abortaron tantas y más cuantas supuestas obras
maestras en potencia - aunque, paradojas del artista incomprendido, algunos
encargos figuren entre sus mejores obras y algunos proyectos personales estén
lejos de hacerlo -.
En
esta coyuntura no es de extrañar que aquella famosa boutade de Godard se haya perpetuado y sea uno de los tópicos más
extendidos de la cinefilia, antigua y actual: que si alguien podría haber
reinventado el cine, ese era Nicholas Ray. La valoración resulta
excesiva, máxime cuando se considera la primera etapa del cineasta (hasta
1953), ya que, por más que haya dos o tres títulos estimables, más sus dos
excelentes colaboraciones con Bogart, la puesta en escena de los primeros
filmes resulta, por lo general, demasiado comedida como para que nada menos que
todo el cine resurgiera de ellos. Ciñéndonos a aquellos que comenzaron a
descollar en el período que cabalga entre los años cuarenta y cincuenta, más
ajustada sería esa valoración aplicada a sus colegas, los, estos sí,
desbordantes Fuller o Mann; o situándonos al otro lado del Pacífico, referida al
feraz Akira Kurosawa.
Sin
embargo, la obra de Ray experimentó una metamorfosis absoluta a partir de 1954
y Johnny Guitar, y esta nueva etapa,
que se cierra con su último film en Hollywood, Chicago, años 30 (Party Girl,
1958), justifica mucho más consistentemente que la anterior y la siguiente todo
el arrobo cinéfilo que todavía genera el director impetuoso.[3] Pues, en efecto, si en la
primera etapa su apasionamiento queda amortiguado, casi encapsulado como una
crisálida, por una puesta en escena tantas veces contenida en demasía y
creativa dentro de un orden, en cambio, los formatos apaisados y la llegada del
color propiciaron su expansión enormemente. El trayecto que lleva de un período
a otro podría quedar ejemplificado por algunas escenas musicales de garito
nocturno. Primer jalón: en el night-club
de Los amantes de la noche (They Live by Night, 1947), los planos
sobre la cantante que interpreta ese atisbo de “canción de la pareja” son
triviales e innecesarios; incluso la secuencia acaba, de manera muy poco
pertinente, con un plano absolutamente prescindible de la intérprete. Segundo:
en En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1951), donde se
redunda en el tópico tan del gusto de algunos cineastas de dicha generación -
ver el caso de Joseph Losey - de la “canción inolvidable entonada por cantante
de jazz, negra preferiblemente”, la insignificancia de los ¡cuatro! planos
medios reservados en exclusiva para la pianista tonadillera sólo se supera en
el que acusa su reacción, quizás demasiado excesiva, a la brusca forma de
apagar el cigarrillo del temperamental Dixon Steele (Humphrey Bogart). Tercer
jalón, y cumbre: en Chicago, años 30,
las danzas de Vicki Gaye (Cyd Charisse), la
protagonista y no una mera comparsa, son imprescindibles para el tono del
film y alcanzan a constituir una de sus mejores bazas, pues no sólo culminan
algunas de sus más importantes sugerencias coloristas, sino que se planifican y
escenifican como una orgánica prolongación de los estados emocionales de la
bailarina.
Claro
está, que la separación entre etapas no es rígida, y frente a la inesperada
pervivencia de la contención, e incluso del perezoso discurrir, que supone Busca tu refugio (Run for Cover, 1954), notables excepciones del Ray primerizo
anuncian el Ray de madurez; a veces, en contados planos, como aquella brusca
panorámica de La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1951) que aísla,
como un latigazo, al policía Jim Wilson (Robert Ryan) ante la mención por parte
de una camarera de la palabra “cop” / “poli”; a veces, una película entera,
como Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949), quizás la
mejor del período inicial, donde la urgencia del montaje se aúna metódicamente
con la violencia de la puesta en escena, características del mejor Ray, para
generar un discurso de elevado interés - mucho más complejo y maduro que el de
la primeriza Los amantes de la noche
-, realzado por una gran inventiva.
Johnny Guitar supuso la eclosión del Ray
autor. Esta descabellada historia ataviada de western posibilitó, con la excusa de los duelos y los tiroteos, de
los odios y las venganzas, de su aparatosa irrealidad, dar rienda suelta a las
pasiones desaforadas de los personajes del director, así como multiplicar las
abundantes descargas eléctricas que despiden y que los acometen: la botella que
McIvers (Ward Bond) lanza contra la pared; la carrera por el salón de Johnny (Sterling
Hayden) y Vienna (Joan Crawford), coronada por su primer beso; el momento de
gloria histérica de Emma (Mercedes McCambridge) tras incendiar el casino de
Vienna; el bamboleo del revólver, como si ardiera, de una mano a otra de
Johnny; la perplejidad de Dancing Kid (Scott Brady) al recibir un balazo en la
frente… Nunca antes ofreció Ray tal cantidad de momentos de alto voltaje. Ni
nunca antes había puesto tan en evidencia sus recursos formales como aquí hizo
con el color: el vestido negro, como de cuervo, de Emma frente al inmaculadamente
blanco de Vienna; la camisa intensamente roja que Vienna tiende en una silla,
llevando ya puesta la del difunto Turkey, de un amarillo no menos vivaz…
Si
la inmediata Busca tu refugio supuso
en cierto modo un retroceso, Rebelde sin
causa (Rebel Without a Cause,
1955), su obra gozne, fue la confirmación definitiva de Ray como autor
cinematográfico; y no tanto porque se tratara de un proyecto absolutamente
personal, sino porque en él reutilizó de forma más sistemática que con
anterioridad recursos e imágenes propios, mejorándolos enormemente en esta “segunda
oportunidad”. Baste con pensar en cómo, en
Johnny Guitar, Vienna aparece tras Johnny en el casino, por la noche, casi
como un cuadro del pasado, y en cómo, en otro memorable nocturno, esta vez en
el planetario, Platón (Sal Mineo) surge sorpresivamente tras Jim (James Dean),
también tras un tabique de madera; es más, en cómo, mientras en Johnny Guitar el momento se fragmenta en
numerosos planos desde distintos ángulos de cámara, en Rebelde sin causa se conquista una concentración ejemplar, al mantenerse
uno único durante buen tiempo, más de dos minutos.[4]
O
mejor aún, comparar sendos clímax de ambos títulos: cómo la muerte de Dancing
Kid, dada en primer plano frontal, se recupera en la de Platón en una toma aún
más vertiginosa, al girarse el joven y quedar en primer plano dorsal, y al
añadirse un inolvidable bamboleo de cámara; y sobre todo, aún más justa, al figurar al fondo del encuadre, en plano entero,
los amigos de Platón: Judy (Natalie Wood) y Jim, casi las únicas personas en el
mundo que lo aprecian (Fotograma 1).[5]
Como
bien muestra el plano de la muerte de Platón, la apoteosis del autor Ray quizá
no hubiera sido tal sin la adopción del CinemaScope, sistema mucho más apaisado
que la VistaVision utilizada en Busca tu
refugio (1:2,35 frente a 1:1,77). No por nada, el director abrazó
entusiasmado el nuevo formato, que, con la sola excepción de Muerte en los pantanos (Wind Across the Everglades, 1958), ya no
abandonaría en toda su carrera industrial, más que para cambiarlo, ya en
Europa, por los 70mm. del Technirama. Y con razón, ya que el scope se reveló ideal para la plasmación
de su mundo: no sólo le posibilitaba mostrar diversas acciones en el mismo
cuadro y colocar a numerosos personajes a distinta distancia focal, a veces
tremenda; también le permitía cambiar el encuadre dentro de la misma toma con
mayor facilidad; y quizá por su antigua formación con el arquitecto Frank Lloyd
Wright, maestro de las horizontales, Ray parecía inspirarse mejor en las
composiciones muy apaisadas. El scope
aún le proporcionó una ventaja adicional: los planos podían durar mucho más, sin
por ello perder la crispación tan grata a él, por lo que podía controlar más la
puesta en escena y el resultado final del plano…, siempre y cuando el montador
fuera sensible a sus intenciones.
Y
aquí llegamos a una cuestión un tanto espinosa del método de trabajo de Ray. Si
hemos de atender a esos planos en blanco y negro de Rebelde sin causa que se rodaron antes de que el estudio,
entusiasmado, accediera a producirla en color, se desprende que el director
apasionado rodaba algunas escenas desde distintos tiros de cámara y en planos
extraordinariamente largos, llenos de tiempos muertos, donde la decisión del
corte final había de recaer necesariamente en el montador. Sólo que, en
realidad, no hace falta acudir a ese material ajeno al resultado final: basta
con atender a la misma película. Especificando un caso, es interesante
constatar cómo, en aquel momento en que Jim y Judy se solazan junto a la
chimenea en la mansión abandonada, Ray utiliza tres tomas distintas, dos en
plano medio (Fotogramas 2 y 3) y una tercera en primer plano. La última se
encuentra plenamente justificada por la mayor intensidad emocional alcanzada
ahí, pero las otras dos podrían haberse reducido a sólo una; es más, el momento
de distensión que viven los personajes así parecía exigirlo…, y de hecho, no
pensamos que ninguno de los grandes pioneros surgidos en el mudo, muchos aún en
activo entonces - o igualmente, Fuller o Mann, Cukor o Tourneur, Preminger o Sirk
-, hubieran fragmentado la escena de esa forma tan arbitraria: para ellos cada
cambio de plano comportaba una nueva idea o un matiz distinto. La elección de
Ray no parece justificarse por el propio desarrollo del film, sino por el deseo
de que el público acceda expedito al rostro de los dos actores, y deja
traslucir, o bien, cierta sumisión al star-system
- donde las estrellas exigirían repartirse los planos frontales equitativamente
-, o bien, la asunción de una gramática más convencional - la del más académico
e insípido plano-contraplano, que justo en esa época comenzaba a asentarse y
que tan nefasta ha resultado a la larga para el cine comercial -. La opción,
evidentemente, no anula la secuencia, aunque la vulgariza un poco, pero, sobre
todo, interesa para recalcar que, con esos dos planos máster - permítasenos
llamarlos así -, la última palabra nunca puede ser del director, sino que es
prerrogativa del montador, siempre más proclive a acatar los mandatos de
producción. Este método supone, sin duda, la mayor debilidad del estilo de Ray,
de la que no conseguiría desprenderse ni siquiera en su mejor etapa, tal y como
muestra, entre tantas otras, la anodina secuencia de la constitución de la
banda en la decepcionante La verdadera
historia de Jesse James. Y aparte de mermar, poco o mucho, los resultados
finales, le trajo a Ray innumerables quebraderos de cabeza: al fin y al cabo - habrá
que decirlo -, si tantas películas suyas sufrieron tantas manipulaciones, ello
se debe a que resultaba factible hacerlas.[6]
Fotograma 2 Fotograma 3
Ahora
bien, no todas las secuencias de Rebelde
sin causa están planificadas tan servicialmente. ¿Cómo, si no, iba a ser la
extraordinaria película que es? Antes, al contrario: azuzado precisamente por
el scope y por la mayor posibilidad
que conllevaba de montar en el interior del cuadro, Ray se lanzó gustoso en abundantes
momentos a reducir el número de planos a los indispensables, lo que,
evidentemente, garantizaba una mayor fidelidad del resultado final a sus
propias intenciones. Quizás por ello, quizá también por basarse en una historia
propia que le interesaba sobremanera, Rebelde
sin causa siempre fue la película favorita del mismo director. No es de
extrañar, ya que conjuga singularmente lo íntimo de las intenciones con lo elevado
de los resultados. Y si los proyectos venideros fueron más o menos personales,
Ray mantendría en los mejores - Más
poderoso que la vida (Bigger Than
Life, 1956) y Chicago, años 30 -
esa propensión adquirida en su obra maestra a utilizar el mínimo número de
planos posible, rindiéndolos más necesarios, expresivos y emocionantes de lo
que habían sido en sus primeras películas y de lo que serían en la recta final
de su carrera.
El manifiesto de un romántico
Ray
comenzó su andadura cinematográfica en un momento singularmente favorable para
su temperamento artístico, mucho más que para los desprejuiciados y
provocativos análisis de un Fuller, la sequedad rayana en la abstracción de un
Boetticher o la severidad meditativa de un Mann. Su proverbial preferencia por
los adolescentes contrariados - que se expandió a la relación casi paternal
establecida con tantos de sus actores - lo entroncaba, en efecto, con esa
corriente del cine americano de los años cincuenta que primaba la rebeldía
juvenil como valor social… y que, a finales de la década, acabaría degenerando
en uno de los capítulos más bochornosos del cine de Hollywood, al imponer al
sufrido espectador estrellas recién horneadas de la calaña de Elvis Presley,
Tab Hunter, Warren Beatty… ¡Puf![7]
Sin
duda, el director larguirucho es el más preclaro representante de esta
corriente, entre otros motivos, porque para él el tema de la juventud
desorientada y rebelde no era moda, sino íntima preocupación; no en vano, se ha
llegado a detectar cierta fijación adolescente, cierta negativa a madurar,
cierta incapacidad de asumir el mundo en el carácter del propio Ray. Y hay que
agradecerle, además, que sus abundantes actores de apariencia o realmente en
edad adolescente (Farley Granger, Cathy O’Donnell, John Derek, Natalie Wood,
Sal Mineo, Robert Wagner…) fueran más competentes que las hornadas que
llegarían tras ellos. Esto coadyuvaría al notable éxito industrial de Ray en su
época, así como a su posterior decadencia, una vez abandonó el filón bisoño… o
simplemente, una vez los adolescentes enragés
de Hollywood se iban volviendo maduritos. Pero, evidentemente, Ray no es el único
que abrazó la causa juvenil; de hecho, el insigne tuerto no descubrió al ídolo
James Dean, sino su amigo Elia Kazan; el cual fue, además, el director que, en
cierto sentido, más luchó por imponer la mítica de la rebeldía al aderezarla, auxiliado
por las camadas del Actors’ Studio,
con una “novedosa” forma de interpretar, tantas veces cercana a la histeria y
de tan nefastos resultados - por un Karl Malden, hubo que pechar con Dean, con
Marlon Brando o con Paul Newman -. Nuestro autor, aunque no tan militante como
Kazan, no fue inmune al virus del Actors’
Studio; y de hecho, en su única colaboración con Dean le dejó las riendas
demasiado sueltas, haciendo que el punto más débil de su obra cumbre, junto a
la altisonante partitura, fuera precisamente la interpretación de la estrella
protagonista, demasiadas veces tan postiza frente a la mayor competencia de
Wood, la indudable frescura de Mineo y la austera solidez del reparto maduro. Baste
con pensar, sito en una de las numerosas fricciones de Jim Stark con sus
progenitores, en ese gesto de ponerse la camiseta que Dean detiene a medio
hacer para subrayar mejor su sufrimiento de incomprendido, más como diva que
como vástago, casi señalando con el dedo al público la intención del momento (Fotograma
4). Digamos que, si el texto reza “Ten years! I want an answer now!” / “¡Diez
años! ¡Quiero la respuesta ahora!”, el subtexto vendría a ser “Sufro, porque
ignoro la respuesta, vital para mí”, y por si no quedara claro, Dean viene a
añadir un hiperbólico “¡Pero es que… cuantísimo sufro!”.[8]
Ray,
ya desde su primer título, se lanzó de lleno a ese cine de jóvenes
problemáticos. En este sentido, Los
amantes de la noche puede ser considerada una declaración de principios; eso
sí, bastante condescendiente, al incurrir el director en una fácil idealización
de esos jóvenes del subsuelo a su pesar y enarbolar un discurso muy del gusto
de la progresía liberal, de entonces, de ahora y de siempre: los pobrecitos amantes
se ven abocados irremisiblemente a la delincuencia, porque la sociedad los
oprime…; aunque tanta inocencia no sea óbice para que el joven Bowie (Farley
Granger), con su carita de no haber roto un plato en la vida, realmente haya matado a una persona en un
arrebato de furia. En fin. Por fortuna, la visión que de la juventud ofrecería
el director en sus siguientes títulos abandonaría el fácil paternalismo a favor
de una mayor complejidad y ecuanimidad, empezando por la inmediata y soberbia Llamad a cualquier puerta, donde el Nick
Romano de John Derek resulta mucho más ambiguo que Bowie, y sus actos
finalmente menos justificados. Luego, se añadirían dos de sus incursiones en el
western, Busca tu refugio y La
verdadera historia de Jesse James, donde significativamente rejuveneció a
la famosa banda, en contraste con las maduras encarnaciones anteriores; e
incluso, en cierto modo, cabría sumar La
casa en la sombra. [9] Rebelde sin causa, con toda su pasión y arrojo, con todas sus
aristas y paradojas, refulge entre todas ellas y se erige como la culminación
indiscutible de esta línea temática.
Con
la relativa y primeriza excepción de Los
amantes de la noche, es patente que los numerosos jovencitos que
protagonizan la obra del cineasta no se reducen a iconos coyunturales, sino que
entroncan con singular energía con los héroes de la tradición romántica. Y esto,
pensamos que ha sido fundamental para la singular pervivencia de Ray en la
memoria cinéfila: su carácter impetuosamente romántico. Por supuesto, no en el
sentido devaluado con que hoy en día tanta gente usa la palabra, el de un
sentimentalismo rosáceo, sino en el que se imbrica directamente con el
movimiento artístico y literario de hace doscientos años.
Hay
detalles, de hecho, en la obra de Ray que ponen sobre aviso al exhibir cierto
intempestivo anacronismo, y que no son meramente anecdóticos, pues contribuyen
poderosamente a la creación de esa peculiar topografía y ese especial clima que
destilan algunos de sus más destacados títulos. Por ejemplo, esos lugares
aislados, de raigambre eminentemente gótica, dejados de la mano de Dios, práctica
o totalmente deshabitados, casi irreales de puro míticos. La granja perdida en
el paraje nevado de La casa en la sombra
y las ruinas indias de Busca tu refugio
serían ejemplos concluyentes, si bien la mayor plenitud del edificio romántico
en Ray se alcanzará con el casino de Vienna en Johnny Guitar, absolutamente desgajado del pueblo, literalmente situado
en medio de la nada, así como con el caserón abandonado en Rebelde sin causa, de ubicación imprecisa, a no ser por la lejana
referencia del planetario - como se aprecia en un maravilloso plano que incluye
ambos edificios, fundiendo lo gótico con lo cósmico -; ambas casonas, repletas
de escaleras, de habitaciones misteriosas y trasnochadas, de rincones sombríos;
ambas, registradas en ominosos nocturnos, o en el caso de Johnny Guitar, también bajo tormentosos diurnos. E incluso el casino
de Vienna siempre aparece atenazado o devorado por los elementos (la tormenta
de arena a la llegada de Johnny, las llamas que acabarán destruyéndolo) y dispone,
abajo, en el sótano, de pasadizos subterráneos que lo conectan subrepticiamente
con la entrada a la guarida de Dancing Kid…, la cual, por si lo anterior fuera
poco, cuenta con un único acceso secreto, oculto por una cascada. Es la misma
sintonía del castillo de Otranto o del convento de las clarisas de El monje.
Otro
de los parentescos de Ray con el romanticismo es, claramente, la nocturnidad de
su obra: Rebelde sin causa vuelve a
ser ejemplar, pues casi toda entera transcurre de noche. Y es de distinguir la
preferencia de Ray, da lo mismo en sus primeras películas en blanco y negro que
en su época de madurez en color, por los fondos intensa, amenazadora,
desesperadamente negros; una querencia acentuada por el hecho de que el
director muy raramente - aunque sí, por ejemplo, en La verdadera historia de Jesse James - utilizó el procedimiento de
la noche americana, por lo que sus exteriores nocturnos se ven presididos por
cielos densos e impenetrables. Esta oscuridad absoluta que pende sobre las
cabezas de los personajes trasluce una honda desesperación vital, un
sentimiento de pequeñez del ser humano (“What does he know about man alone?” /
“¿Qué sabrá él de la soledad del hombre?”, musita Platón), indisoluble de otro
rasgo romántico: la idea de destino, de fatalidad, en abundantes ocasiones
ligada a lo cósmico. Ya los tantas veces mencionados planos aéreos que
registran las huidas de Los amantes de la
noche y, elocuentemente, inauguran la obra de Ray muestran a unos
personajes acosados por una potencia superior y abstracta; pero la formulación
más rica aparece, de nuevo, en Rebelde
sin causa, durante la primera escena del planetario, donde el firmamento
que alberga a los atolondrados adolescentes acaba por explotar, anunciando un
fin del mundo, no por distante, menos contingente (“We will disappear into the
blackness” / “Desapareceremos en la negritud”). Aún más, si arriba mora la
infinitud apabullante, abajo se agazapa la nada sigilosa, y otros planos de Rebelde sin causa detectarán ese vacío
existencial que amenaza con engullir a sus protagonistas: nos referimos a los
extraordinarios picados que muestran a los jóvenes asomándose al acantilado (“That’s
the edge, that’s the end”/ “Ese es el borde, es el fin”); o más adelante, en
trasunto menos anonadante y más conciliador, al que muestra a Jim, Judy y
Platón saltando a la piscina vaciada del caserón.
¿Y
qué sucede con los personajes? Ya desde Goethe, para un romántico es imperativo
glosar las almas atormentadas y las descontentas por motivos existenciales,
centrarse en personajes que detestan las convenciones sociales, a veces
razonadamente, otras por simple ego, o que directamente se rebelan contra
entornos opresivos y provincianos. El cine de Ray es pródigo en estos rebeldes
y desesperados de cualquier edad; de hecho, Nick Romano o Jim Clark sobrepasan
la calidad de emblemas generacionales para situarse en el mismo nivel que el policía
solitario y violento de La casa en la
sombra, el guionista áspero y pendenciero de En un lugar solitario, o el cínico, e igualmente solitario, abogado
de Chicago, años 30. Todos ellos
tienen graves problemas y obstáculos casi insalvables para aceptar el mundo que
los rodea, del que se sienten, con o sin razón, repudiados.[10] Algunos, los delincuentes
tipo Jesse James, se enquistan en la inmadurez y deciden, en la más idealizada
estela del héroe romántico, rebelarse contra ese mundo y desafiarlo abierta y
altaneramente. Ninguno lo enunció mejor que el Nick Romano de Llamad a cualquier puerta con su famoso
credo: “Live fast, die young and have a good-looking corpse” / “Vive rápido,
muere joven y ten un guapo cadáver”. No obstante, la mayoría de los héroes del
cineasta enarbolan la rebeldía no por brutalidad, sino para encubrir una
sensibilidad delicada de la que tantas veces se avergüenzan, y su lucha no es
tanto contra el mundo, como por encontrar su lugar en él, por aceptarlo y ser
aceptados; por madurar, en suma. Para poder afirmarse ellos deben enfrentarse a
los otros, que en su susceptibilidad, la de los héroes, perciben demasiadas
veces como antagonistas; y deben recorrer un doloroso proceso, casi a la manera
de un rito iniciático, bordeando los abismos de la desesperación y la
autodestrucción, para finalmente alcanzar la redención. Jim Stark, Judy son de
éstos. Platón, en cambio, tan infantil y de tan graves carencias afectivas,
acabará por erigirse en un patético amago de delincuente…, y, a él sí, le
llegará el fin del mundo.
[1] Siendo el máximo adalid del director
americano Godard, tan dado a las afirmaciones maximalistas y chocantes, a veces
francamente ridículas, lo que no ha impedido que la crítica lo haya seguido
citando una vez tras otra, como si fuera el oráculo. En el mismo artículo en
que el profeta revelaba que el cinéfilo no adoraría más dios que a Ray
(“Nicholas Ray es el Cine”), les
asignaba, por ejemplo, a Rossellini ¡la pintura!, y a Ejzenshtejn ¡¡la danza!!
Aparte de la pésima puntería, pareciera que el cine de los elegidos para el
panteón (discutible, pero aceptado por tantos sin rechistar) se redujera a otro medio de expresión, y sólo a uno.
Ya puestos a continuar el estéril juego, más justo habría sido reservar el cine
(o el Cine) para Murnau y asignarle a Nicholas Ray el teatro: muchas de sus
secuencias acusan, para bien, su procedencia escénica.
[2] Es más, muchas veces Ray acaba resultando
demasiado “hollywoodiense”: baste con comparar Eskimo (1933) con su
reelaboración inconfesada en Los dientres del diablo
(The savage innocents, 1960), ¡de
producción europea!, donde transformó el honrado planteamiento del film de W.S.
Van Dyke en un hatajo de convenciones. Y tampoco está de más poner de
manifiesto que en la escena más destacada de La
verdadera historia de Jesse James (La verdadera historia de Jesse James, 1956), la del
atraco, los mejores planos están calcados de su precedente Jesse James (Tierra de audaces, Henry King, 1939).
[3] Ya José Luis Guarner advirtió del cambio radical que separa
al Ray en blanco y negro del Ray en color y en scope. Melodía interrumpida.
Nicholas Ray y su tiempo; pp. 23-29.
Filmoteca Española.
[4] A decir verdad, el momento se divide en nueve planos: cinco en los que
aparecen Platón y Jim, tres contraplanos de Jim y un inserto. Sin embargo, en consonancia
con que toda la escena pivota en torno a Platón, los cinco primeros provienen
de una única y prolongada toma, que se ha fragmentado para ser puntuada por los
cuatro planos restantes. Se considere como se considere, la diferencia se
mantiene: en Johnny Guitar
los planos dentro de la cocina ascendían a veinte en el montaje final.
[5] Debemos señalar que la muerte por bala registrada en primer plano no es
realmente una invención de Ray, sino que había sido aportada por Mann: La última bala (Railroaded!, 1947), Horizontes lejanos (Bend of
The River, 1952). La diferencia fundamental estriba en que, mientras Ray
sitúa en Rebelde sin causa al fondo
del plano a los colegas del fulminado, Mann reserva el primer término para la
víctima sola, que al caer, de forma tanto o más electrizante, deja al
descubierto en plano americano o entero a su verdugo.
[6] Muchas películas de otros directores - Avaricia (Greed, 1924), El viento (The Wind, 1927), Freaks
(1932), Sospecha (Suspicion, 1941), El cuarto mandamiento (The
Magnificent Ambersons, 1942), Pasión
de los fuertes (My Darling Clementine,
1946), Ha nacido una estrella (A Star in Born, 1954), etc. - han sido
rehechas y contrahechas por insensibles productores, pero han resistido las
agresiones admirablemente, y las tergiversaciones no han tenido los
catastróficos resultados que redujeron supuestas maravillas a mediocridades
como Sangre
caliente, La verdadera historia de
Jesse James, Rey de reyes (King of Kings, 1961), etc. Eso, por no
hablar de la diferencia abismal entre los estupendos peplum rodados por Mann para el megalómano Samuel Bronston en
España y los casi nulos firmados por Ray en análogas condiciones de producción.
Habrá que reconocer una de dos (o las dos): o los brutos de Ray permitían estas
manipulaciones en mayor grado que los de sus colegas…, o simplemente, el
material original, pese a las lamentaciones del director y sus forofos, tampoco
era para tanto. Al fin y al cabo, si mejores cineastas han podido rodar, en
libertad, malas películas, ¿por qué no Ray? La duda surge con fuerza: rehuir la
paternidad de sus peores películas, ¿no sería una estrategia o una pose del
director para engrandecer su imagen de
autor?
[7] Para más inri, justo después de la invasión de las valquirias; es
decir, las rubias tetonas y las morenas pechugonas: Marilyn Monroe, Jayne
Mansfield, Anita Ekberg, Joan Collins, Jane Russell…
[8] Lo cierto es que Ray debía de ser demasiado tolerante con sus actores: Johnny Guitar también sufre
de la sobreactuación de su estrella titular, una Joan Crawford tan perdonavidas
como a ella le gustaba serlo, lejos de la credibilidad que la disciplina de
directores como Cukor o Preminger supo imprimirle. Se ha de añadir que la
irregularidad en el capítulo interpretativo, paradójicamente casi inexistente en
la primera época, se prodigará y volverá crónica a partir de 1954, con la única
excepción de la irreprochable Más
poderoso que la vida, alcanzándose la sima más profunda con el pésimo Curt
Jurgens en su infraactuación, o mera comparecencia, en la muy evidente y
sobrevalorada Amarga victoria (Bitter Victory, 1957). Ciertamente, pese
a su desmesurado prestigio al respecto, no contamos a Ray como un gran director
de actores: el resultado final dependía casi al cien por cien del carácter y
capacitación de cada intérprete.
[9] Dato revelador: Ray volvería a utilizar a su Frank James (Jeffrey
Hunter) para encarnar nada menos que a un Cristo de apariencia tremendamente
juvenil (aunque Hunter, en realidad, ya había sobrepasado los treinta y tres
años) en Rey de reyes, su personal,
pero muy inferior remake del
imperecedero film mudo de Cecil B. DeMille.
[10] Y el mismo director se erigió una imagen pública de
romántico corsario que luchara contra las convenciones y potencias de la
producción cinematográfica: el cine por el mundo.
Vaya por delante que encuentro muy interesante tu texto sobre Nicholas Ray por ese deseo (un pelín iconoclasta) de poner las cosas en su sitio y por el acierto de algunas de tus agujas que pinchan en el punto exacto causando un efecto sorpresivo pero reparador; otras, creo que las clavas de manera inmisericorde en lugares equivocados para quienes admiramos hasta la devoción al autor de “IN A LONELY PLACE” quizá sin esa distancia emocional que se requiere en una fría mesa de disección.
ResponderEliminarPero ¿el aura mítica de Ray se la concedieron los chicos de Cahiers así porque sí? ¿fue un invento, una ocurrencia de ellos? ¿quizá la defensa de su cine y el impacto de sus películas fue producto de una hipnosis colectiva entre los miembros del staff de la revista? ¿Acaso aquella fiebre cruzó los Pirineos y bajo hasta Madrid para infectar también a los entusiastas miembros de “Film ideal”? No lo sé, pero a mí me siguen gustando mucho sus trabajos; unos más que otros, naturalmente. Y por supuesto, no le coloco por debajo de Sam Fuller y Anthony Mann. En el caso de estos tres realizadores, resultaría muy dificultoso, además de estéril, concederle puntos a cada uno para discernir cuál fue el mejor, el que más justamente merece su prestigio entre los que amamos el cine.
Hola, Teo:
EliminarGracias por tu atención al leer el artículo. Aquí van algunas cuestiones sobre tu comentario:
Si he incidido en ciertos aspectos negativos del cine de Ray, ello se debe a que, muchas veces, es ensalzado de forma casi acrítica y elevado a los altares casi por inercia; igual que sucede con Welles y Ciudadano Kane ¡¡¡y hasta con Tarantino!!! Si Ray hubiera sido menos valorado, habría hecho más hincapié en las muchísimas cosas valiosas que tiene su cine: por algo es un gran director. Ahora bien, tras haber revisado la mayoría de sus películas varias veces (algunas, numerosas) mi experiencia personal es que sucesivas visiones lo hacen tender a la baja (no siempre, cierto): en realidad, mi postura inicial con Ray, hace veintitantos años, era bastante próxima a la tuya y a la de muchos de sus admiradores incondicionales.
La comparación con Fuller y Mann no me parece ociosa, por cuanto que estos directores no han encontrado la valoración que merecen en un sector importante de la crítica (el de los "autoristas"). Y en fin, que mientras a la visión del cine de Ray le veo ciertas características negativas (por ejemplo, su abrazo a lo más superficialmente hollywoodiense, como nuunca hizo ningún pionero) y su obra, incluso en su mejor etapa, resulta extremadamente irregular (y esto no es una apreciación subjetiva), ello no me sucede con Fuller y Mann, cuya calidad media me parece indiscutiblemente superior y su visión de la vida, aunque no coincida con la mía necesariamente, más coherente y menos condicionada por el sistema de estudios.
De todas fromas, en esta primera parte de este análisis me he cebado más en esos rasgos negativos del cine de Ray. En la segunda parte, que se centra ya en Rebelde sin causa, paso a lo constructivo y me centro en lo que de grande tiene el cine de Nicholas Ray.
Fernando Useros