domingo, 8 de marzo de 2015

Maps to the Stars (David Cronenberg, 2014)


David Cronenberg es, sin lugar a dudas uno de los cineastas que mayor repercusión está teniendo en este comienzo de siglo. Especialmente desde ese giro que supuso Una historia de violencia (2005). Una vuelta de tuerca no tan radical como algunos quieren hacer ver, y que ya se palpaba en Spider (2002). Con la dupla protagonizada por Viggo Mortensen, siendo Promesas del este (2007) la que mejor aúna todos los elementos que Cronenberg quiere traer a escena, la crítica se dividió entre aquellos que vieron la maduración de un gran cineasta, y los que pensaron que se había recogido en el clasicismo y había dejado a un lado aquello de “la nueva carne” para tirar de “en el principio era el Verbo”. Pero (casi) todos coincidían en la calidad de ambas propuestas.

La siguiente pareja, que incidió en esto del Verbo, fueron Un método peligroso (2011) y Cosmópolis (2012), perfectas armas de doble filo, películas más arriesgadas, menos encorsetadas que las anteriores, es decir más irregulares pero mucho más interesantes, pero perfectas para atacar al cineasta y pedirle que vuelva a la senda que un día decidió convertir en un caminito del deseo por el que sus películas, todavía ahora, caminan al tomar ciertos atajos que nos acerquen a los debidos clímax.

Así pues, muchos han recibido con cierta sorpresa y goce Maps to the Stars (2014), donde esa turbiedad palpable acompaña en mayor medida que sus anteriores films a la turbiedad verbal, que sigue estando presente, con más acidez si cabe. Será porque las voces que criticaron la adaptación de DeLillo ahora han hablado demasiado alto, pero en general se está de acuerdo en que se ha recuperado a un Cronenberg más desagradable, desmesurado, hipnótico, irónico y que te retuerce las tripas al terminar el film… es decir, a un Cronenberg mejor. Si bien es cierto que estos adjetivos son afortunados, desde nuestro punto de vista el último film de Cronenberg no es una gran película, y mucho menos destaca dentro de su filmografía. Es, como se suele decir, “un juguete roto”. Algo con lo que el realizador quiere jugar, hacer algo divertido y demoledor, pero ciertas ataduras y deslices le pasan factura por no haberse decidido a centrarse en aquello que más le interesaba.

Respecto a la supuesta radiografía de Hollywood, en este año pájaro tan “dentro del Sistema”. Cronenberg ha dejado claro en varias entrevistas que Hollywood le interesa bien poco y que no quiere hacer una película de estudio allí. De hecho, Maps to the Stars tardó casi una década en realizarse. Lo que al cineasta le interesa es la turbiedad de una familia disfuncional como la que retrata, que por insistencia del guionista resulta formar parte de la jet set cinematográfica. Esto provoca que la radiografía de dicha familia sea fría y hasta cierto punto artificial, provocando un distanciamiento que nos permite observar la muerte a lo bonzo de la madre sin parpadear. Poco o nada nos importa lo que sufra esa familia, y eso en una época donde la banalización de la muerte ha sobrepasado los límites, dice mucho de los valores del film. Otro punto, más interesante sobre el que encajarla es el de el coste del éxito y los fantasmas del pasado, y ahí el film ya tiene más interés, pero la realización no es del todo acertada y resulta bastante previsible.

Surgen ciertas críticas, puyas, y algún que otro reconocimiento a nombres y derivas de la Industria, pero estas son debido al contexto y no son transcendentes, por lo que hablar de radiografía de Hollywood no nos parece pertinente. Por experiencia personal, no sé cómo funciona ése lugar más allá del imaginario colectivo, por lo que tampoco puedo poner en mi boca dichas palabras, pero si nos centramos a la “radiografía” de la representación hollywoodiense, y por consiguiente del funcionamiento de la Industria, diría que el film más significativo al respecto en los últimos años ha sido Stoker (Park Chan-wook, 2013), también protagonizado por Mia Wasikowska.

Y en la joven actriz han caído las críticas más ácidas. No sé si será por cuestión personal, o porque he visto otra película, pero es justamente la interpretación de Wasikowska la que me ha parecido más interesante y relevante. Especialmente el momento más destacado, o que por un instante me hizo sentir que la película tenía vida más allá de su manierismo es a la hora y media, después de que Aghata (Wasikowska) vea a su novio Jerome (Robert Pattinson) haciendo el amor con Havana (Julianne Moore) en el coche. Cuando Havana entra le dirige la palabra de mala manera a Aghata, su mirada produce un tic casi imperceptible pero que te hace sentir que le ha pasado algo, es ese invisible interior que sólo el cine puede capturar y no que se logra en cualquier película. Sólo por ese cambio de mirada (interior, insistimos) de Wasikowska la película nos parece que tiene su merito, pues para llegar a él ha habido un trabajo sobre la caída del (o en el) trauma tan en picado, casi como en un film sobre Cassavetes (sin llegar, por supuesto, a esa exaltación del sentimiento del film que vibra en sus imágenes), que cuando esa pupila se dilata todo explota. Y pese a que el final, tan shakesperiano como  grotescamente sardónico, nos resulta un tanto fallido en la intención de irrealidad que busca, tiene una salida en los ojos de verdad de Agatha-Wasikowska. ¿Pura contradicción?


No hablaremos de la interpretación de Moore, pues ha quedado claro que éste ha sido (uno más) su año, y que es una magnífica actriz. Todos hablan de ella en esta película y por ella se llevó el premio de interpretación en Cannes. Pero su personaje podría ser prescindible. Esos minutos podrían estar dedicados a hacer llaga en la herida familiar, que casi hay que intuir siguiendo la historia del repelente hijo, Benjie (Evan Bird), que aúna los peores tópicos de interpretación sobre la interpretación (y más de un niño) como momentos de brillantez con líneas de diálogo que saliendo de su boca de púber hacen arder el estomago. Como el primer diálogo con sus amigos famosos, un chico al que más adelante le matará a su perro por ir drogado (otra escena previsible y que vuelve a dejarnos impasibles sobre la pantalla), y un par de chicas (que ponen más voto que voz).


Porque al fin y al cabo, y volvemos al principio, quizás lo primero en Cronenberg no fue el Verbo, pero ahora ha tomado la palabra y sabe que si quiere encontrar esa huella de Persona que tanto palpita en sus últimas películas, es mucho más interesante la palabra que el gesto, porque el terror se genera en nuestro imaginario. Cosa que, entre otras cosas, ponía de manifiesto en la que para nosotros es una de sus mejores películas, y nos atreveríamos a decir que la más lograda (o interesante) en lo que va de excéntrico siglo, Un método peligroso (2011), expresión que también sirve para definir las mezclas tan llamativas que está probando el realizador canadiense.

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